lunes, 18 de mayo de 2009

PAN



PAN





Mi infancia es una ninfa desnuda que se escabulle, una ninfa de pelo negro y largo y apretado que se aleja aterrorizada hacia la fronda del bosque. Mi infancia es un amanecer de colores clorofílicos abandonado en un lecho fresco de hiedra tierna que huele a dama de noche. La mayor parte del tiempo la empleé contemplando mis pezuñas, revolviendo con mis pezuñas algunos guijarrillos del suelo, atacando con mis pezuñas la blanda ingenuidad de las musarañas, y sobre todo defendiéndome con mis pezuñas del ataque de los insolentes moscardones. Se venían revoloteando sobre la hierba con un zumbido grosero y se me paraban en las rodillas, en la frente, en las orejas, en los párpados. Llegaban por millares, formando en el aire escuadrones de extrañas formas. Yo los coceaba y machacaba contra el suelo. Recogía sus cadáveres despanzurrados y los exhibía triunfalmente, entre los deditos, para amedrentar al resto del ejército. Pero daba igual cuántas víctimas cayeran en la batalla del acosar. Inmediatamente venían otros millares de moscardones a molestarme.

También había rondándome un sinnúmero de mariquitas, de ciempiés, de cochinillas, de lombrices, de cigarrones, de caracoles, de hormigas aludas. Pero un día se acercó una serpiente muy larga y húmeda. Los demás se retiraron con agitación, y yo no entendía aún el arte de caminar. Me quedé tumbado en el suelo. La serpiente se colocó junto a mi cuerpo menudo y comenzó a merodearlo, a estudiarlo. Buscaba el sitio más blando de mi carne para morderlo. Intenté ahuyentarla con mis pezuñas, pero la serpiente esquivaba cada una de las embestidas con habilidosas contorsiones. Entonces, dándome por vencido, por muerto, me despedí del mundo incipiente con un llanto estrepitoso. Y la serpiente empezó a temblar. Temblaba de miedo, con ese aire en la mirada que tienen los animalillos cuando tratan de escapar desesperadamente de una trampa. Temblaba de pánico. No voy a hacerte daño, le susurré rozándole el lomo encrespado con suavidad. La serpiente, convencida por mis arrullos, o agotada por las convulsiones, fue quedándose quieta. Volví a acariciarla con ternura y me di cuenta de que se había secado y endurecido. Ya no era una serpiente. Se había trocado en una zampoña de caña. La acurruqué entre mis manos, transido de pena, y la hundí en la raíz de mi garganta para que se fundiera con mi sangre para siempre. En aquel instante sentí que me inundaba las venas una alegría infinita y que yo también había cambiado a otro ser diferente. Más despierto a la esplendidez del mundo circundante. Eufórico. Mejor.

Yo andaba todavía sin nombre. Fue luego que el dios, mi padre, me tomara entre los brazos y me alzara en vuelo tierno a las alturas de su morada, que tuve uno. Lo proclamó Dionisio. Un cortejo de caras expectantes me rodeaba y la zampoña, tal vez incomodada, se agitaba en mi garganta, me cosquilleaba y me provocaba la risa infantil en los labios. Los dioses también rieron. Nos hace felices a todos, reconoció el hijo de Sémele. Así divago de aquí para allá, respondiendo al nombre de Pan, fatigando con mis pezuñas el suelo de los prados y de los bosques, metiéndolo en polvo, retozando por los arroyos con las Orestíades, contemplando su desnudez mientras se enjuagan la dulce piel. Me han confundido con sátiros, y hasta con Euterpe, pero yo soy Pan, el indiscutible. Y aunque el centro de mi vida sea la música y el desenfreno, no hagáis caso a quienes aseguran que mi existencia entera es una corretería trivial por la bullanga. ¡Cuántas falacias circulan! Dicen que tuve que rendirme a la lira del de Delfos; dicen que en alianza con un general de Crotona empecé un son que desbarataba el paso de los caballos sibaritas; dicen que por mera diversión provoqué la locura en una plaza de Aquisgrán; dicen que condené a uno a no oír sus partituras, y a otro a no verlas, y a otro a no entenderlas. Dicen esas cosas, que son verdad, pero callan otras, que también lo son. Sólo me atribuyen maldades y perversiones. Seleccionan por mi aspecto, porque soy diferente. Y aunque reconozco mi orgullo, mi arrogancia, y mi severidad, también llevo dentro una fuente amor interminable. Yo soy la música que está en las gargantas, la música que está en el crujido de la madera, la música que está en el rumor del viento, la música que está en el traqueteo de la máquina, la música que está en el chapoteo del agua. Yo soy la música. Soy el hombre que quiere escuchar. Yo soy el ritmo del mundo. Soy Todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario