jueves, 21 de mayo de 2009

CARTA DE ALBERTO HIERRO A RICARDO OCHAGAVÍA




CARTA DE ALBERTO HIERRO A RICARDO OCHAGAVÍA





- Firme aquí- indicó el cartero.
Era una carta remitida en el Ecuador, en Quito, hacía cuatro días por un tal Alberto Hierro. ¿Un encargo desde tan lejos? ¿A su nombre y a su casa?
- ¿No se habrán equivocado?- preguntó.
- Ricardo Ochagavía Bellido, calle Hospital número tres, bajo, Villa Oruga, Málaga, España.
- No hay duda de que soy yo. Es que no conozco a nadie que ande por aquellas tierras- se excusó.
El cartero metió la barbilla entre los hombros y se largó con el acuse de recibo firmado.
Tal vez se trataba de un encargo, pero ¿desde tan lejos? Si a tanto alcanzaba su fama es que se había vuelto descuidado. Se fue para el salón y rasgó el sobre con intriga.


Querido Ricardo

Estás sentado en el salón de tu casa, en ese sofá enfundado en un forro marrón café con leche, leyendo mi carta con desconcierto, con inquietud. Esto no es un encargo para que mates a alguien. Verás, tú no me conoces. Pero yo a ti sí. Yo conozco todos tus detalles, los de dentro y los de afuera. Sé que eres del tipo largo, por ejemplo, de un metro y ochenta y seis centímetros concretamente. También eres delgado, flaco, pero nervudo y fuerte. Endomorfo en toda regla. Tienes los ojos de globo apepinado que le confieren a tu mirada un aspecto despotricado, y el pelo prieto y grasiento, y la nariz grande y aquilina, casi pico, y la boca estrecha, de labios menudos, el de arriba leporino. Eres, en definitiva, un hombre bastante feo. Pero eso no debe molestarte. De hecho no te importa, tal vez ni te fijaste en lo feo que eres. ¿Para qué quiere uno ser más o menos guapo si luego no gusta a las mujeres? Y tú les gustas, ya lo creo. Será por tus aventuras, porque te las ven marcadas en el cuerpo, en esa cicatriz que te metieron en el cuello por Cádiz, o en esas lágrimas de mentira que se te pusieron para siempre cuando tuviste que matar al niño del senador. Eres de la especie de los duros, y eso les da a las mujeres seguridad y unas ganas de follar. Y tú no aspiras a más.

Ya ves si te conozco. Todo sobre ti, desde que naciste. Sé el nombre y los apellidos de tus cuatro abuelos, cómo se murió aquel pachoncito marrón que tuviste de niño, cómo se te ocurrió meterte a sicario, todo. Pero esta carta no es para hablarte de cuánto te conozco. Es para contarte lo que me ha sucedido por estas tierras, para explicarte, para excusarme. Te escribo tirado en un catre, convaleciente, en una choza perdida por la hoya de Guayllamba, en la provincia de Pichincha, cerquita de Quito, la capital, para que entiendas. Vine a recoger datos, o a perseguir una inspiración, no recuerdo. Te informo de que soy escritor, el escritor Alberto Hierro, y a veces rumbeo por el mundo para ver si encuentro paisajes insólitos, o personajes insólitos, o historias insólitas, o experiencias insólitas. Luego lo pondré en un cuento. Otras veces ya tengo la idea de lo que escribiré metida en sazón, y me alejo sólo para que macere con tranquilidad, apartada del mundanal ruido. Resulta curioso, misterioso, que no recuerde lo que vine a buscar a esta región andina. No sé si me traje un nasciturus para definirlo tan lejos del tráfago, o si llegué con la esperanza de que la inspiración me colocara un preñado. Poco importa. Sólo cuenta lo que me pasó.

En esta choza donde reposo habita un mago, un brujo, un hechicero, un hablador que se llama Felipe Anciano. Es negro y arrugado, pequeño y vivaz. Algunos le conocen, dice, hasta en Quito, y hasta más allá de la frontera de arriba, en Puerto Asís. A mí me lo mentó Ciprasio Ballester, un indio fuertote, de veintitantos, que contraté para guía en el motelito de Reinaldo.

- Ustedes, por allá, escriben historias fantásticas- me dijo Ciprasio al enterarse de que yo era escritor de España- pero nosotros las sentimos en nuestro pellejo.
- No todo el misterio de mi país es de escritura, Ciprasio. También tenemos a las brujas de Zugarramurdi, y a Galicia, y a la Alhambra.
Ciprasio Ballester hizo un gesto despreciativo con la boca, no sé si porque no me creyera o porque pensara que nuestros encantamientos son menudeces comparados con los de su tierra.
- No escuche al muchacho- desacreditó Reinaldo de buenas a primeras.- Ya nadie por acá cree tampoco en esas pendejadas.

Ciprasio se encaró con el dueño del motelito y le dijo que quién le mandaba meterse en aquel entierro, y que él había visto con sus propios ojos, y sus ojos no le habían mentido nunca.
- No eche cuentas al Reinaldo, no es más que un borracho infeliz- me susurró luego.- Yo me trato con el Felipe Anciano, el poderoso brujo, y si quiere le demuestro.
Claro que quería. Tal vez me sacara un buen trabajo para ti. En fin. Reinaldo me advirtió que tuviera cuidado, que Ciprasio era bueno pero tenía que sacar adelante una familia, y ya se sabe.

A la mañana siguiente, muy temprano, partimos del motel en dos burros alquilados y llegamos a la choza de Felipe Anciano hacia el mediodía. No te aburriré con la descripción de un majestuoso paisaje, de la imponencia del Cayambé, de los acordes frescos y variopintos que suenan por estas alturas. Nunca me gustaron los fárragos descriptivos, así que bastará con que señale que aquello me pareció una selva mansa.

La choza de Felipe Anciano era una pieza amplia de cañabrava entretejida. El viejito nos sintió llegar y salió a recibirnos con una sonrisa ancha. Cuando Ciprasio se apeó del burro fue a fundirse en un abrazo con el negro.
- ¡Qué cuentas, cabrón! ¿Cómo va mi niña y el resto de la tropa?
- Bien, Felipe, bien.
- ¿Su niña?- pregunté.
- ¿Es que no le ha dicho este pendejo que soy su suegro?
Observé a Ciprasio con interés.
- Mira, te traje a un español que quiere ver a los espíritus- se precipitó a cambiar el tema.
- ¿De veras?
Mi guía me dirigió un gesto incitador con la cabeza.
- Es mera curiosidad. Soy escritor –dije.
- ¡Uy, uy, uy! Me gustan los escritores. Yo fui amigo del Icaza. Estuvo muchas veces paradito ahí mismo, donde usted. Yo le decía vivencias de este y del otro lado, y él las cambiaba luego con palabras. Es para no chafarte que no lo pongo igualito que me lo dices, Anciano, me contaba.
Al viejo no le molestó que yo no hubiera oído hablar de ese Icaza.
- Tampoco yo oí de usted, ya ve, y eso no significa que no sea un grande. Lo que pasa es que el mundo es inmenso.

Amarramos los burros a unas estacas que había clavadas a la entrada de la choza y nos metimos adentro. Hacía un calor infernal, Ricardo, y un silencio apabullante. Sólo se sentía el zumbido de una suerte de moscardones verduscos, y el mordisquear de los burros en la caña de las paredes.
- Así que pretende comunicarse- dijo el hechicero.
- Mejor será que tú le leas- convino Ciprasio Ballester.
El viejo negó con la cabeza y mi guía se puso entonces pálido. ¿Has visto alguna vez a un indio grandullón ponerse pálido? Claro que no lo has visto, porque yo lo sabría.
- Puede ser peligroso la primera vez- se quejó Ciprasio.
- ¿Peligroso?- pregunté alertado.- ¿De qué estáis hablando?
- Del camino que conduce a los espíritus- explicó el mi guía.- Normalmente Felipe emprende ese camino y a la vuelta se trae las noticias del más allá.
- Pero sólo hay una manera eficaz para creer- comentó Felipe Anciano.- Usted recorre el camino y contempla.
- Es peligroso.
- No si se hace lo que digo.
A mí, por supuesto, todo aquello me parecían simples majaderías y supersticiones de gente sin cultura, de modo que acepté la propuesta del brujo Anciano. Recuerdo que Ciprasio Ballester agachó la cabeza y salió de la choza resoplando.
- No se deje asustar por ese, señor Hierro. Todo lo que le sobra de aquí le falta de aquí- se señaló el pecho y la cabeza.- He hecho esto millones de veces, así que no hay peligro, hágame caso.

El rito fue sencillo. Me tumbé sobre el piso de tierra con un paño de agua caliente sobre los ojos, y entonces el negro me abrió la boca y me untó las encías con una pasta amarga. Ahorita cuente de pensamiento todo lo rápido que pueda, me dijo. Y al cabo de pocos instantes me asaltaron las visiones.

Primero me perdí por un bosque de árboles extraños. Eran manzanos, creo, pero estaban emparejados por la mitad del tronco unos con otros. Cada árbol tenía en una parte de la copa, en la izquierda, las manzanas verdes, y en la otra, en la derecha, rojas. Me entraba una hambruna repentina y quería alcanzar una de las manzanas rojas, pero cuando alargaba el brazo las ramas de la derecha se levantaban y yo sólo podía alcanzar a las manzanas verdes, que no eran comestibles. Lo intenté con varios de los bicéfalos manzanos, pero todos me gastaron la misma jugarreta. Así que, hambriento y resignado, me tuve que alejar. Avancé por un senderillo de agua hasta una plaza donde proyectaban, sobre un muro encalado, una película antigua. Era una película que había visto cientos de veces, de pequeño, y aunque no me acordara del argumento, de los personajes, del título, sabía que me encantaba. Intenté ocupar una de las sillas vacantes, sin embargo una señorona con abrigo de piel se me adelantó y me replicó que aquel era su asiento porque ella había llegado primero. Me fui a otra silla y al llegar me topé con la misma mujer. Así una y otra vez. Entonces, no sé por qué, me puse a llorar desconsoladamente. Anda, tonto, si ya has visto esta película cientos de veces, me susurraba la señora del abrigo de piel. Abandoné la plaza arrastrándome por un portillo de hierro y, a la salida, me recogió en brazos un vendedor de globos y me dijo que él me llevaría a comprar los libros. El librero era un corderito con gafas que me contaba, muy orgulloso, que en su tienda tenía a todos los clásicos del mundo. Véndame algo de Alberto Hierro, solicité con arrogancia. ¿Alberto Hierro? Sí, sí, sí, había leído algo el corderito, pero nunca llegó a clásico. Sus letras se quedaron agarradas a la vida de aquel personaje, el matón. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo se llamaba el personaje? Fue una lástima que su literatura se consumiera con una sola vida. ¿Pero cómo no se acordaba del nombre de aquel matón?

Después, Ricardo, me desperté sudado y con fiebre. Ciprasio Ballester, con el pánico metido en la mirada, me azotaba las mejillas con violencia, y el brujo Felipe Anciano sonreía dulcemente.
- Pensé que se había muerto- suspiró el Ciprasio.
- Ahorita descansa hasta que se le pase la calentura y luego, cuando ande más fresco, deberá interpretar lo que vio- musitó el viejo.

¿Interpretar? No. No interpreté, Ricardo, porque yo no creo en los brujos ni en las señales del más allá. Sé de sobra que aquellas visiones fueron motivadas por la pasta aplicada a mis encías, que se hace majando las hojas de una solana alucinógena, de la especie brugmansia, que se llama datura. Solo desvaríos de un drogado. Sin embargo, aquella pasta me sacó algo del subconsciente. Me desenterró una inquietud que llevaba madurando desde hacía tiempo en mi interior: tú. Por eso te escribo, Ricardo. Para excusarme ante tu muerte. Comprende mi arrogancia. Me gustaría llegar a clásico en la tienda del corderito. Un abrazo.

El sicario Ricardo Ochagavía no tuvo tiempo de defenderse. Cayó fulminado tras el punto final.

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