sábado, 16 de mayo de 2009

EN EL PUNTO INFINITO

EN EL PUNTO INFINITO





Dos seres feos sobaban unos naipes grasientos en torno a una de las mesas de madera carcomida del prostíbulo de Pepe. Eran dos demonios arcanos, los demonios Tempus y Dementia. Afuera el cielo se había encapotado con unas nubes lívidas como de sangre y barrigudas que tiraban sus primeros salivazos, los cuales, al golpear el suelo empedrado con cantos de la sierra, levantaban una vaharada hedionda hasta entonces concentrada en trincheras estratégicas: cubos metálicos recalentados de basura, esquinas meadas, eructos de aguardiente, y perros callejeando sin rumbo con los lomos lacerados a pedradas y una dentadura con la espuma resabida. La lluvia fue la señal para que todas esas pestes se juntaran en una sola y se esparciera por las callejuelas de Villa Oruga igual que un abanico gigantesco. El hedor se metía por debajo de la cal de las paredes y en el propio núcleo del aire como si fuera un gusanillo voraz, y los vecinos ponían paños mojados en los contornos de las ventanas y en las rendijas de las puertas para que no invadiera sus casas. Pero era inútil, porque aquella lombriz de la repugnancia siempre hallaba un boquete por el que infiltrarse en los hogares.
Los demonios Tempus y Dementia apartaban de vez en cuando las cortinillas y miraban a través de los cristales empañados y escupían.
-La que está cayendo-dice Dementia agriado, formando con sus colmillos escorbúticos una mueca grimosa. Tempus alza sus hombros huesudos y membranosos.
Las bisagras resecas de la puerta del lupanar chirriaron y apareció en el umbral una vieja gitana chorreando. Traía el pelo duro y resinoso capturado con un moño difícil por debajo de la nuca. Era gorda en la base y se iba reduciendo a partir de la cintura, de manera que sus pies hinchados parecían un badajo y el conjunto de su figura una campana viviente. Tenía además una gran verruga cárdena en la punta de la nariz. La vieja se deslizó entre las mesas desapercibida, igual que los espectros entre las dimensiones, y se paró en una donde había cuatro hombres bebiendo y fumando.
-Déjame que te la diga-suplicó con un ronquido sucio a uno de los parroquianos cogiéndole del brazo. El hombre, que lucía un bigote muy corto y unas patillas muy largas, perfiló un gesto famélico y asqueado con su cara consumida.
-Quítame esa mano puerca de encima o te rompo el hocico-advirtió con los ojos embriagados.
-Anda guapo, déjame que te la diga-insistió la vieja.
El hombre se levantó despacio y descargó un puñetazo rápido. La mujer rodó por el suelo con la verruga sangrando escandalosamente y el tipo del bigote corto y largas patillas volvió a sentarse sin añadir otro pronunciamiento.
-El de bastos y el de copas...Total, las setenta, el velos y dos escobas. Tú te cuentas las cartas y los oros-informa Tempus.
La gitana se arrastró gimoteando hasta la puerta y, apoyándose en el pomo, consiguió ponerse en pie.
-Cinco a dos en esta mano y doce a cuatro en el global. Tú das.
-Así se muera toda tu casta-maldijo agitando el puño con saña.
El agresor dio un respingo inesperado y la vieja huyó dando un portazo y reclamando socorro por las calles desiertas. La parroquia estalló en una carcajada socarrona y cuando el repiqueteo de la lluvia acabó de tragarse los quejidos de la anciana, volvieron todos a sus quehaceres mecánicos: las putas enmascaradas a deambular con andares rutinarios entre las mesas, y los hombres a beber generosamente e intrigar con la voz apagada. Pepe cogió un trapo mojado para quitar la mancha de sangre que había en el suelo. Qué vida puta, dijo, y luego se puso a silbar por alegrías.
-Vaya cosecha tenemos-comenta Dementia.-¿Has visto?
-Ya lo creo. Aun así era mucho mejor antes, cuando había guerras de verdad y plagas y pestes. Aquellos eran tiempos.
-Todavía las hay.



El Ser se recuesta sobre un lado del trono y aprieta los párpados con fuerza. Imagina que en esa posición recuerda o adivina mejor.¿Verdaderamente barrerás al justo con el inicuo? Supongamos que haya cincuenta hombres justos en medio de la ciudad.¿Los barrerás sin perdonar el lugar por causa de los cincuenta justos que hay en él? No, no los barreré en ese caso. El Ser se levanta del trono y empieza a dar vueltas por la inmensidad. Las palabras siguen brotando de su memoria, o de su instinto. Ni si son cuarenta y cinco los barreré, ni si son cuarenta, ni si son treinta, ni si tan sólo son diez. El Ser siente como el tiempo se le enrosca en las muñecas igual que una culebrilla, y no tiene final ni principio ni le deja moverse. Entonces las palabras que pueden ser han sido y serán.¿Verdaderamente barrerás al justo con el inicuo? Supongamos que haya cincuenta hombres justos en la ciudad...



-Tú ya me entiendes-dice Tempus.
-Tienes razón, pero de todas maneras no podemos quejarnos.
-Sí-concede Tempus mirando a través de la cortina.-No podemos quejarnos.

El agua seguía cayendo sobre Villa Oruga .La bóveda del cielo comenzó a quebrarse en zumbidos cascajosos y prolongados. Los habitantes asustadizos de la villa desconectaron los electrodomésticos para que no les entrase un rayo por la ventana. Otros contemplaban, sin miedo, embobados desde los cristales, el cielo derrumbándose en pedazos. Parece el fin del mundo, pensaban.

-¿Qué te parece lo que está pasando ahí fuera?-pregunta Dementia mientras vuelve a contar sus cartas.
-Divino.
-Sí, creo que está muy bien. Para que veas que cada época tiene lo suyo. Ora una peste negra, ora una peste parda, ora un Hitler. Lo que importa es el hombre.¿Cómo era aquello? Mientras haya hombres habrá...Tengo dieciocho.
-Los oros tuyos y yo dos escobas y los otros tres de baraja. Casi me aburro de ganarte siempre-declara Tempus.
-No se me dan bien estos juegos.



El tiempo es un punto infinito donde no existen las posibilidades, piensa el Ser. En ese punto infinito el antónimo de imposible es siempre. Vuelve a sentarse en el trono y se acoda sobre el brazo derecho. Cada mandamiento que dicte ya lo he dictado millones de veces. Cada muro que incendie ya lo he incendiado millones de veces. Cada valle que anegue ya lo he anegado millones de veces. Millones de millones de veces. Y así seguirá siendo. Desde siempre y para siempre, porque en el tiempo infinito no hay un principio, y cada punto que existe encierra la eternidad.

-Desde luego-corrobora Tempus tirando los naipes sobre la mesa.
-¿Qué hacemos entonces?
-No sé. Tal vez deberíamos ponernos a trabajar.
-¿Ahora?
-Mejor no vamos a tenerlo. Fíjate como cae el agua. De paso que cumplimos nos distraemos.
-Yo creo que todavía es un poco pronto.
-¿Pronto? Eso déjalo de mi cuenta-dice Tempus.

Después de cinco semanas de lluvia ya nadie pensaba que sería un chaparrón pasajero. Las calles empinadas de Villa Oruga se habían convertido en torrentes enlodados que arrasaban con su furia todo el freno que encontraban sobre las tripas del suelo. Avanzaban como la lengua acuosa de un camaleón descomunal, llevándose coches y farolas y bancos y las palmeras de la avenida principal y hasta trozos de casas. Los objetos arrastrados se entrelazaban en un amasijo en un amasijo deforme
que rodaba alocadamente engordando a cada paso como una bola de nieve desprendida. Los veneros oprimidos bajo la tierra volvían a manar coléricos; reventaban quebrando el empedrado. Las calles de Villa Oruga eran auténticos ríos, mares, océanos. Algunas casas terminaban por desplomarse aplastando con sus muros podridos a los moradores. Los villanos suplicaban a sus techos y cimientos crujientes que aguantaran un poco más, que tuvieran paciencia porque ya no podía quedar mucha agua en los bidones del cielo. Pero seguía lloviendo hora tras hora, día tras día, y las vigas acababan por rendirse exhaustas.
En torno a la séptima semana el hambre nació en los estómagos como una punzada hirviente. Fue un alumbramiento inesperado, traidor. Las despensas sometidas mostraban el vacío desolador de sus entrañas, y había villanos que se arrojaban desesperadamente a las aguas embravecidas, pero ya morían ahogados en menos de diez segundos o se descalabraban contra cualquier esquina. Otros preferían quedarse en casa y seguir rezando. Se pegaban a las ventanas y contemplaban con los ojos
alucinados la ruina de la villa, los cadáveres flotando de aquí para allá, rebotando de piedra en piedra. Rezaban en voz alta y con las manos fuertemente entrelazadas .Primero se dirigían a Dios con respeto y sumisión y luego, a fuerza de la costumbre, empezaban a tutearle como viejos conocidos. Cuando notaban que se les iba hinchando ya el vientre desierto, le insultaban con vehemencia.
-¡Sálvanos, hijo de puta!¡No permitas que muramos!¡Eres un cabrón inmisericorde!


Las junturas del trono se quejan levemente cuando cambia de posición.¿No os dais cuenta de que vuestros ruegos no pueden conmoverme si no me han conmovido nunca? Mañana, o ayer, o pasado mañana, eternamente, tampoco me conmueven, porque en el tiempo infinito los movimientos son inalterables, y entre los seguro y lo imposible no existen términos medios.¿Es que no percibís esta angustia?¿Es que vuestra percepción es imposible porque nunca ha sido ni será? Entonces estáis condenados a suplicar eternamente en vano.


El diluvio continuaba indiferente al sufrimiento de los villanos. La Diputación Provincial y la Junta de Andalucía y el Gobierno Central se habían reunido en varias ocasiones pero no sabían lo que hacer para salvar a aquella pobre gente. Todo intento de evacuación resultaría imposible en tanto que el agua siguiera cayendo con ese ímpetu, de modo que tras muchas sesiones extraordinarias y propuestas rocambolescas resolvieron actuar como los sabios del cuento de Korolenco: aceptando la Necesidad.

-Mira, ahí va otro rodando-advirtió Dementia.
-A ese ya lo salvo yo. Tu procura que no se te escape aquel avaricioso de los brazos cortos.

Siguió lloviendo y lloviendo. Los pocos villanos que todavía no habían sido aplastados por los muros de sus casas, ahogados por las aguas o devastados por el hambre, se olvidaron de cuándo había empezado a llover. Quizás había llovido desde siempre, decían sus mentes enfermas. Tal vez siempre habían vivido de esta manera miserable. No lo sabían, o no se acordaban. Seguía lloviendo, lloviendo, lloviendo. La serenata nocturna para llantos y gemidos tocaba por fin sus últimas notas porque ya no quedaba gente viva para alimentarla. Cuando el tambor redobló ya no se escuchaba por las calles más que el runrún monocorde del movimiento del agua. Después de caer el edificio del Ayuntamiento ya no había ningún muro tieso en Villa Oruga.

Entonces amainó. Fue de súbito, como había empezado. El cielo se pintó de un azul satisfecho e inmediatamente se formaron patrullas de rescate. Llegaban voluntarios desde todas partes del país y se ponían a trabajar afanosamente junto al Ejército y las Fuerzas de Seguridad del Estado. Se cavaron acequias para desviar el agua y cuando hubo aparecido el piso, se empezaron a remover los escombros en busca de supervivientes. Perseveraron durante un mes entero pero la catástrofe era irremediable. Los cuerpos asomaban mutilados, por trozos. Solamente apareció con vida un hombre, Ramón Delgado Jusué, y resulta que no era villano sino un burgalés, vendedor ambulante de mascotas, al que le cogió el diluvio de paso. Villa Oruga había desaparecido de la faz de la tierra.

-¿Qué te ha parecido?-pregunta Tempus con los ojos soberbios.
-Bueno, muy bueno.¡Excelente!-reconoce Dementia.
-Psee...
-No te hagas el remilgado. Hemos estado colosales.
-Pues sí, hay que reconocer que hemos estado francamente bien-admite Tempus. Luego tuerce la boca y se lamenta con fastidio.-La pena es que nos hemos dejado uno.
-¡Bah! Ese no se merecía la salvación. Déjalo que se pudra en el cielo.



Vuelve a pasear por la inmensidad y bosteza. Sólo se ha salvado uno. Todos los demás se han condenado, como ayer, como mañana, como siempre. En el punto infinito puedo oír la cantinela una y otra vez, por ejemplo cómo suben a mi hijo a la cruz. Está intentando salvarlos. Y siempre se salva el mismo, per saecula saeculorum.


Dos seres feos sobaban unos naipes grasientos en torno a una de las mesas de madera carcomida del prostíbulo de Pepe. Eran dos demonios arcanos, los demonios...

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