jueves, 14 de mayo de 2009

EL ZAHORÍ

EL ZAHORÍ





-Subir el agua desde el depósito me sale a riñón y medio.
-No se preocupe, don Manuel.-Se inclinó para coger un puñado de tierra y la fue soltando despacio entre los dedos.-Aquí hay agua seguro. Se nota a la legua.
-Eso lo sé yo de sobra, y fíjate que mucho no entiendo. El problema es si habrá que picar muy profundo.
-Pues de momento no puedo asegurarle nada, pero aunque tuviera que meter una máquina dos o tres días le iba a salir más barato que el enganche del depósito.
-Y que lo digas. Éstos del Ayuntamiento yo no sé lo que se piensan. Debería ser gratis como en Tolox. El agua no se le niega ni a los perros.
-Negocio, don Manuel, negocio.
-Y del bueno, que esos coches y esos chalés de los políticos con algo hay que pagarlo, digo yo. Y nosotros a deslomarnos si queremos cuatro perras para ir tirando. Antes no pasaban estas cosas, no señor.
-Tiene usted toda la razón del mundo. Cada vez está más cara esta vida de Dios. El otro día, sin ir más lejos, casi...
-Claro, claro...¡A mí me lo vas a decir! Bueno, pues ya me harás un presupuesto.
-De acuerdo, don Manuel.
-¡Hale Bartolo! Te dejo trabajar tranquilo porque tengo que ir a ver cómo andan por el molino. Este año va a andar flojo el verdeo y tenemos que apañar lo de los precios.
-Muy bien, don Manuel.
-A ver si tenemos suerte.
-Muchas gracias. Con este aire del demonio voy a necesitarla. Cuando sopla mucho se me confunde la vara y no acierto.
-Nada hombre, tú lo intentas y si no puede ser pues no puede ser. Entonces mañana te pasas por mi casa y con lo que sea ajustamos cuentas.
-A las nueve.
-Eso es. Si por lo que sea no estoy me dejas recado con el Antonio o te vienes al molino.
-Muy bien.
-Hasta mañana entonces.
-Adiós, don Manuel.

La tarde se deslizaba a trompicones por el espumoso cielo septembrino. Las copas recién descargadas de los almendros se mecían en una danza irregular provocada por un viento del oeste. De las ramas se desprendían las hojas resecas y algunos frutos olvidados que caían con aplomo, como si fueran velos diminutos y los árboles quisieran mostrar la desolación de su desnudez, dejar sus ramas desiertas y exhibir su vientre vacío .EL zahorí se quedó mirando como don Manuel se montaba en su Land Rover reluciente y repechaba por el asfalto de la carretera que ascendía hasta Villa Oruga. Cuando perdió al coche de vista trepó por la loma rojiza con grandes zancadas y el gesto de la cara malhumorado. El viento estaba creciendo. De vez en cuando mandaba unas rachas frías y cortantes que alborotaban el suelo, revolviendo las brozas e incluso los terrones. Si no amainaba tendría que suspender la tarea, y aunque don Manuel le había dicho que no importaba él sabía bien que no era verdad. Seguro que se inventaría una excusa para despedirle y contrataría uno de esos aparatos infalibles repletos de botones y lucecitas de colores. Los había visto funcionar y aunque fueran más caros nunca se equivocaban. Si no amainaba pronto se quedaría sin empleo. Pero el viento, lejos de apaciguarse, seguía llegando con fuerzas crecientes desde el oeste.
Cuando llegó a lo más alto del cerro se sentó al pie del almendro donde tenía apoyadas la caña y la vara y se encendió un cigarro. El humo, nada más salir de su boca, desaparecía en una carrera alocada ,formando en el aire trazos fantasmagóricos.
-Debería haberme quedado en casa-se quejó en voz alta, pero sus palabras se distorsionaron y también se las llevó el viento.

Cuando hubo consumido el cigarro lo aplastó con rabia, hundiendo los nudillos en la tierra blanda, y se levantó de mala gana. Cogió la caña y la vara para marcharse, viendo que no había nada que hacer. Entonces fue el momento en que sintió una fuerte vibración. Sus dedos temblaron bañados por la comezón que solía producirle la varilla en aquellos trances. Dudó unos instantes si no habría sido por la agitación del viento, sin embargo, luego de aplicarse con el brazo extendido, se convenció del hallazgo. Aquella era una sensación clara e incomprensible, que no podía aprenderse ni explicarse. Nacía desde las yemas de los dedos como un calambrazo tenue, y después se corría hasta las muñecas parándose en el pulso. Allí permanecía estancada varios segundos, concentrándose y aumentando su vigor, para explotar al final en una corriente que inundaba toda la sangre como una riada de clavos ardiendo. Parecía igual que una euforia despertada en toda la carne, un demente estallido de júbilo de los músculos y de los huesos, pero no era ningún don, no era magia sino una mera cualidad, como tener más o menos pelos, o tener los ojos de uno u otro color. Aquella sensación no guardaba relación con la brujería o con los misterios del espíritu. Era un simple rasgo fisiológico que los convertía en imanes para el agua. Y no obstante la gente adoptaba una expresión de desconfianza ante tales explicaciones. Imaginan que no quiero revelarles un secreto que no existe, pensaba el zahorí, y aquella fabulación significaba la impericia y la prepotencia de los que no comprenden o no saben.

Clavó la punta afilada de la caña todo lo que pudo en el suelo y arrimó una oreja al extremo superior. Por un momento se confundió con el bramante silbar del viento, pero al taparse la oreja que le sobraba escuchó con nitidez el latido tumultuoso del subsuelo. Era un sonido ruidoso, un estrépito cargado de confusión. Jamás había descubierto un barullo semejante. Parecía que estuviera escuchando varios mares comprimidos, rebelando con sus aguas encrespadas todo el asco y desprecio de su seno hacia el yugo imperial de Poseidón. Tanto movimiento inquietaba. Debía haber demasiada agua bajo sus pies. Tal vez con sólo pinchar dos metros manaría un torrente caudaloso. Definitivamente, y sin proponérselo, había encontrado agua, mucha agua, todo un océano encorsetado esperando quien lo desnudase. El zahorí sonrió satisfecho, casi con una carcajada, ignorando con desprecio al viento que le había pretendido espantar la buena suerte, y decidió que cavaría unos metros hasta que brotase el líquido de las entrañas de la tierra. Cuando don Manuel viera el agua iba a poner cara de tonto.

Fue hasta la carretilla donde traía las herramientas a por una pala y comenzó a trabajar. El piso estaba blando al principio pero, tras varias paladas, se fue endureciendo con el enmarañado mastranto soterrado y las grandes piedras de cuarcita. Sin embargo arrancaba las matas a tirones ,y las piedras se descomponían en láminas delgadas y acuchilladas cuando les asestaba un golpe seco con el canto de la plancha. Conforme apartaba los restos laminosos vio cómo surgía una multitud de lombrices y de cochinillas que se enroscaban asustadas. La tierra empezaba a transpirar.

El viento, cada vez más crudo y vertiginoso, pero ya desapercibido para el corazón borracho del zahorí, secaba con sus brazos intangibles, nada más brotar, el sudor que desahogaba el cuerpo esforzado. Estaba cavando con ansiedad, como si pretendieran hurtarle lo que tenía debajo. Sus pupilas refulgían alucinadas y la boca se torcía celebrando la victoria. Pero repentinamente se le abobó la mirada, se le escurrió el mentón hacia abajo y las cejas hacia arriba, y las rodillas castañetearon, porque una de las paladas golpeó el suelo sin sumergirse. El frenazo había crujido dolorosamente amortiguado, como cruje el hierro si se encuentra con la madera. Sintió un escalofrío rápido, un temblor iracundo. Miró al almendro donde antes se había recostado para fumar. Fue una mirada violenta, acusatoria, con bilis en la retina.
-¡Hijo de la gran puta!¿No podías haber echado tus raíces a otra parte?-le gritó.

Buscó en derredor desconcertado, perdido. El árbol mecía sus ramas con escarnio, pero luego se retractó con una postura de quietud y silencio.

-Te vas a enterar, pedazo de cabrón-sentenció el zahorí blandiendo la pala hacia el almendro callado. Fue corriendo a su carretilla y regresó con un hacha en la mano. Con el canto de la pala rastrilló la tierrecilla que estaba por encima de la raíz para que no se mellara la hoja del hacha, y al notar el tacto limpio de la madera compuso con la cara un gesto frenético como el que tiene la venganza enloquecida. El almendro parecía asustado.

-¡Tú no me jodes a mí!-advirtió echándose el arma al hombro. Tomó impulso y descargó un topetazo tremendo que produjo un chasquido ahuecado. Le resultó un sonido extraño, pero volvió a golpear con furia, inclemente, salvajemente. El choque provocó el mismo ruido de chapón que antes.¿Es que hay raíces huecas? El zahorí se agachó intrigado y comenzó a hurgar con sus propias manos al rededor de la raíz. Entonces se dio cuenta de su equivocación. Aquello no era la raíz del almendro sino una especie de plancha de madera, quizá una puerta o un palé. Se dedicó a desenterrar los bordes cuidadosamente, y cuando hubo terminado le empalideció la cara. Era un rústico ataúd casi podrido. La cubierta estaba compuesta con unas tablillas abotargadas y retorcidas por la humedad. Los clavos estaban roñosos y medio desenclavados.

Su primer impulso fue marcharse, correr a la villa, avisar a la Guardia Civil, pero como no lo hizo inmediatamente empezó a desvanecerse el susto y a crecerle por dentro la trama de la curiosidad. Su cabeza se formulaba un tropel de preguntas desordenadas.¿Qué era aquello?¿Lo sabía don Manuel?¿Quién lo había puesto allí?¿Qué era aquello?¿Por qué lo habían puesto ahí?¿Habría alguien dentro?¿Y si había alguien?¿Lo sabría don Manuel?¿Qué era aquello?...Todas estas cuestiones se planteaba y repetía. La curiosidad resulta a veces como una mosca, que cuando pretendes matarla con un manotazo se echa a volar al sitio más insospechado, ya sea el techo inalcanzable o un rincón escondido. Así la mosca de la curiosidad se paseó por dentro del zahorí, yéndose de los interrogantes a las fabulaciones, y el zahorí acabó imaginando que si investigaba el interior del ataúd tal vez descubriría un misterio que le daría riquezas, o cuanto menos alguna gloria. La gente le señalaría con envidia al pasar por su lado: mira, ese es el que lo descubrió todo.¡Qué suerte tuvo! .Sí, iba a abrirlo. Casi sin que su mente se percatara ya lo había decidido, de modo que no se permitió más intrigas ni vacilaciones y tiró de la tapa con todas sus fuerzas. Algunas tablas manidas se deshicieron en hilachas, pero otras que estaban recias le posibilitaron alzar la cubierta en una sola pieza.

Antes de mirar dentro contempló el entorno y se dio cuenta de que el vendaval había cesado. Parecía que el mismísimo Dios estuviera aguantando la respiración de manera expectante. El cielo se había ennegrecido guardando un matiz anaranjado por encima de algunas nubes. No obstante aún se veía sin necesidad de achicar los ojos. Habría transcurrido una hora, tal vez dos, desde que se marchara don Manuel, y sin embargo tenía la sensación agotadora de llevar varios días encerrado en la soledad del campo. Esta impresión le desazonó el estómago y para evitarla vertió la mirada dentro del féretro de sopetón .Allí estaba la niña más hermosa que jamás hubiera conocido.

Tenía una cabellera negra, derramada por encima de los hombros en dos racimos ensortijados. Su nariz estaba dibujada con una simetría insolente y por la parte inferior se deslizaba con dulzura hasta una boca abultada de labios sonrojados. Su frente era tersa y principesca, y sus pómulos de bailarina rusa albergaban una seriedad madura y curtida. El cuello era blanco y delgado, y tan largo que parecía que no tuviese final debajo del camisón de seda fina con bordados de hilo que figuraban celosías árabes. Por debajo del vestido surgían unos pies pequeños y níveos coronados por una cascada perfecta de diminutos dedos. Toda la imagen tenía una belleza aplastante, inefable, y parecía reposar en un sueño placentero.

El zahorí examinó la caja rascando la madera con las uñas. Por su estado corroído dedujo que debía llevar enterrada cinco o diez años, y no obstante, lejos de haberse descompuesto, el cuerpo de la niña rezumaba una frescura descomunal ,mayor incluso que la de algunos vivos. Era un milagro. No cabía otro remedio para aquel caso que la magia de Dios. Había oído a la gente contando sucesos similares. Decían que la Iglesia se apropiaba de los cuerpos para santificarlos y que después los guardaban en unas urnas de cristal para que fuesen a rezarles los devotos. Llegaban caminando de todas las partes del mundo para decir sus oraciones y rogaban al cuerpo santificado que les concediese su virtud. El zahorí experimentó un alivio enorme con esta idea. La pequeña estaría mejor en cualquier otro lugar que donde estaba. Sería además la santita más preciosa de todos los tiempos.

El pelo de la niña empezó a temblar de súbito y el pulso del zahorí se disparó al galope. Se había movido. Luego se dio cuenta de que chispeaba y se tranquilizó. El rumor de la lluvia le recordó lo que estaba haciendo en aquel lugar. Había ido a buscar agua y se había topado con el cuerpo de una niña muerta. Le resultó curioso que los párpados de la pequeña parecieran haberse apretado, como si le molestase la lluvia cayéndole sobre la cara. Incluso creyó que la nariz se había replegado en ademán de defensa.¿Y si no estaba realmente muerta?¿Y si la hubieran enterrado hacía poco, por equivocación, en un ataúd viejo? Tal vez continuaba con vida y ahora reaccionaba con el contacto del agua.
Acercó su oreja infalible a la boca de la niña para comprobar si recibía su aliento, pero no notó nada. Entonces acarició su mejilla para tomarle la temperatura y, nada más rozar la piel aterciopelada, la niña abrió los ojos. El zahorí sintió cuánto le pesaba aquella mirada exhausta y conocida, familiar, amiga durante toda una vida.
Puede que aquellos ojos grandes y desconcertados fuesen la primera visión que tuvo al nacer. Volvió a escuchar aquella jauría de mares embravecidos, pero en esta ocasión no fue a través de la caña, sino dentro de sus venas, fluyendo a borbotones, desplazando a su sangre.

Encontraron su cuerpo a la mañana siguiente, despeñado en el fondo del tajo que corta la loma de Punta Umbría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario