viernes, 22 de mayo de 2009

EL DESCUBRIMIENTO DE SARA



EL DESCUBRIMIENTO DE SARA




Puede ser esa noche cualquiera, concreta pero cualquiera entre todas las noches, en ese bar que está en una plaza, en la Plaza de España, en la Plaza del Ayuntamiento, en la Plaza de la Constitución, en la Plaza de la Merced, en la Plaza del Diamante, en la Plaza del Castillo, en una plaza cualquiera, bebiendo esa copa dulzarrona y verdusca con un amigo que se llama... que se llama... que se llama Eduardo. Eduardo y tú calláis debajo de la música ruidosa. De todos modos apenas tendríais cosas que contar, apenas existen cosas para decir a un amigo en un bar escandaloso con una copa dulzarrona y verdusca en la mano. Calláis y bebéis y os bamboleáis al ritmo de la estúpida melodía. Entonces la ves a ella, sola, sólo a ella, apoyada en la barra, concretada entre esa gente cualquiera. Y todo confluye hacia ella, se funde en ella, se hace ella, y ya no hay nadie ni nada que resulte insignificante porque todo se ha confabulado para ser ella. Incluso el ruido estrepitoso se ordena en melodía al ser una parte de ella. Venus naciendo del oleaje proceloso del gentío. Como aún no sabes si creértelo te aproximas maravillado pero suspicaz. Así de cauteloso debe enfrentarse uno con los milagros, ¿no? Así de reverente. Y entonces, a unos treinta centímetros de su cuerpo, compruebas que sí, que está ahí, que tal vez sea ella, que tiene que ser ella. Tiene los ojos grandes, enormes, siderales; tiene el pelo negro y atropellado y prieto como un caos; tiene la nariz chica y sin embargo segura, arrogante, dirías, igual que si sintiera la certeza de ser el centro irrebatible de un plano infinito; tiene la curva de la boca abarrancada. En su piel rutila el color de una manzana sanjuanera. Su maxilar resbala con la forma de la oliva campiñesa. Su altura será poco más o menos que la tuya, un metro y setenta y cinco centímetros, y entre la cintura y la cadera lleva encajado el contraste minucioso de esas actrices de los años cincuenta. Te arrimas a la barra, te colocas a su par e intentas someterla a una suerte de desafío con la mirada más violenta y audaz que encuentras dentro de tus ojos. He ensayado este encuentro durante años y años, piensas. Años y años y años puliendo el matiz de esa mirada.
- ¿Qué miras tú?- te dice su voz.
- Yo soy el cóndor, vuelo/ sobre ti que caminas/ y de pronto en un ruedo/ de viento, de pluma, garras/ te asalto y te levanto/ en un ciclón silbante/ de huracanado frío- recitas.
La lumbre de sus pupilas fulgura y la gruta de su boca se abre en un abismo por donde el Euro y el Noto y el Austro y la Tramontana se escapan y retozan antes de componer el verbo.
- No está bien que andes copiando a los poetas- recriminan los hálitos liberados.
- Lo siento- te excusas. Luego vuelves a intentarlo sin trampas.- Te vi una tarde, hace años/ en una plaza concurrida./ Intenté tocarte pero la gente formaba barreras con sus hombros,/ los apretaban para apartarme de ti./ Torciste por una esquina./ Yo luchaba y te veía escaparte desde mi cárcel de personas/ Lloraba y te llamaba a gritos/ pero tú no me oías./ Y cada vez estabas más lejana e inalcanzable.
-¿De veras?- dice ella divertida.
- Estos versos sí eran míos. Los escribí para ti hace muchísimo tiempo y ahora te pertenecen. ¿Cómo te llamas?
- Mi nombre es una larga historia- responde con un gesto de misterio.
- Yo no nací sino para escuchar la larga historia de tu nombre.
- Está bien. Hace años, miles de años, todos me llamaban Sarai, pero yo andaba rumbeando por el mundo sin otra riqueza que mi nombre sonoro. Un día, de repente, oí en mi interior una voz grave y profunda, y entonces, como símbolo recordatorio de mi locura, decidí cambiar mi nombre por el de Sara.
-¿Esa es la larga historia de tu nombre, Sara?
- Es una historia de miles de años- explica.
- Ese cuento lo leí en otra parte. Veo que también a ti te gusta plagiar a los poetas, Sara. A los poetas de la Biblia.
-¿Acaso no pretendían los poetas de la Biblia el plagio de los hombres?- argumenta ella.
-¿Acaso no podía Neruda haber sido un poeta de la Biblia?- replicas.
Sara, la hermosa Sara, la enigmática Sara, te contempla con una sonrisa calurosa y placentera.
- Tienes razón- concede.- De todos modos no tiene importancia porque me lo inventé. Solo me llamo Sara porque mi abuela se llamaba Sara.
- Ahora estoy seguro de mi poema. Ahora estoy seguro de que te conozco desde hace mucho tiempo, Sara, y de que te quiero.
-¿Qué dices?
- Que te quiero.
-¿Cómo? ¡No te oigo con esta música ruidosa!- insiste tu amigo Eduardo.
- Nada... – contestas mirando con nostalgia a una muchacha morena que hay en la barra.

Y sabes que al final de esa noche cualquiera, concreta pero cualquiera entre todas las noches, una vez más, regresarás a tu casa sin haber intentado siquiera el descubrimiento de Sara.

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