La mañana del veinticinco de junio de mil novecientos noventa y tres Pedro Alfonso Fernández de Galdeano se levantó de la cama más temprano que lo usual. Acostumbraba a despertarle el trajín doméstico de su madre entorno a las nueve de la mañana. Pedro Alfonso entraba al baño, se desperezaba a medias, tomaba un escueto desayuno de galletitas y café, y para las diez y media ya estaba sentado en la clase de derecho constitucional. Aquel día que se volvió loco, sin embargo, la vaga sensación de un estrépito le despertó a las siete de la mañana. Miró asombrado el despertador y volvió a cerrar los ojos, pero luego de unos instantes comprendió que no iba a recuperar el sueño de manera que realizó una incorporación engorrosa y llena de fastidio.¿Estaba nervioso por el examen? No, no lo creía. Había estudiado perfectamente toda la materia. Simplemente se había desvelado.
Al pasar por delante de la cocina musitó una especie de saludo a la silueta atareada de su madre, la cual no le respondió. Entró bostezando en el cuarto de baño y abrió el grifo del lavabo para que se calentara el agua mientras meaba. Tiró de la cadenilla de la cisterna y volvió a desperezarse oyendo como le crujían las articulaciones. La luz del sol apenas se filtraba a través de la cortina de encaje sino en unos hilillos violáceos que rumbeaban de aquí para allá sin alumbrar casi nada. Pedro Alfonso encendió la bombilla del armarito de espejos y se distrajo un rato removiendo sus párpados legañosos y sacándose algunos mocos resecos. Luego sacó la maquinilla de afeitar que estaba menos sucia. Cuando fue a sacudirla en el piso marmóreo del lavabo se dio cuenta de que el agua no corría porque había una oreja taponando el desagüe. Pensó que sería una broma de su hermano; sin embargo después de examinarla detenidamente, la arrojó al suelo con repugnancia viendo que era de verdad. La oreja sonó blanda en el blanco enlosado del cuarto de baño y salpicó un polvillo vidrioso de sangre manida. Con la cara pálida y los cabellos duros y desconcertados Pedro Alfonso se dirigió a la cocina, de donde llegaba el son mañanero de su madre con ritmo de vals.
-¿Qué...qué...ha pasado?-le preguntó con una voz atragantada entre bolas gordas y angulosas de saliva. Su madre compuso una mirada asombrada detrás de los anteojos. Fregaba la vasija grasienta que había sobrado de la noche anterior, y cogió un trapo para secarse las manos enjabonadas.
-¿Adonde vas tan temprano? No son más que las siete y media.
-Me he desvelado...¿No has visto lo que hay en el cuarto de baño?
-No.
-¿No lo has visto?
-¡Ay,hijo! Ya te he dicho que no.¿Qué es lo que hay?
-Es horrible...asqueroso. Hay una oreja ahí, una oreja de verdad, en el lavabo. Bueno, ahora está en el suelo porque yo...¡La cuestión es que hay una oreja ahí! -insistió señalando en la dirección del cuarto de baño. Utilizó aquella entonación solemne para acentuar el dramatismo de sus palabras y se quedó esperando la exagerada reacción de su madre .Comenzaría a gritar como una loca, yendo de aquí para allá, envuelta en una maraña de aspavientos frenéticos, y despertaría a todo el vecindario con su tremolina. Era una mujer que ponía una preocupación disparatada a las situaciones nimias, como aquella vez que llevó a su hermano, cuando era pequeño, a urgencias y casi obliga a un médico joven y asustado a operarle porque se había tragado un chicle. Al final todo quedó en como una broma y en un sinfín de excusas ruborizadas del padre a la dirección del hospital. Sin embargo una oreja puesta en el lavabo del cuarto de baño, una auténtica oreja, no era cuestión baladí.¿Qué escándalo no formaría su madre?¿Qué muros soportarían la desesperación de sus lamentaciones? Pero, incomprensiblemente para Pedro Alfonso, esta vez su madre no se inmutó, sino que frunció el ceño y entristeció la boca.
-Mira hijo...me estoy haciendo vieja y estas cosas...ya sabes...
Pedro Alfonso contempló extrañado a su madre. Había algo inusual en ella, y no era solamente el hecho de que no hubiese empezado a gritar y a llorar y a alborotar. Era otra cosa. Era un matiz vago y disonante en su aspecto ,una leve alteración en alguno de sus rasgos que no obstante desencadenaba en Pedro Alfonso una fuerte sensación de desconocimiento. Examinó cada uno de los trazos convencido de que alguno de ellos era el causante del cambio de la composición. Tenía las anchas gafas cubriendo sus ojos miopes y aquella nariz menuda y perfectamente isoscelar que él no había heredado desafortunadamente. Quizás fuera que se había teñido el raro pelo de un color distinto. No obstante otras muchas veces lo había hecho sin que él sintiera tamaña desazón hacia su aspecto. El cansancio de su rostro, imborrable, como una cicatriz, o más hondamente como otra parte más de su anatomía facial,era el mismo de siempre, de igual manera que la papada enferma de bocio. Cada rasgo parecía estar en su sitio pero el seguía viéndola rara.¿Cuál era la razón? Volvió a examinar cada parte de la cara, cada sílaba de aquel verso harto conocido, una a una, morfológicamente. Desbarató aquel semblante; aisló los componentes para lograr una más cercana observación. Los ojos, la nariz, la boca, la barbilla, la frente, los pómulos, las...las...Entonces se dio cuenta y sintió cómo la sangre se le resbalaba por dentro hasta los tobillos. Se le encogieron los pulmones y comenzó a boquear igual que un pez fuera del agua, notando abotagársele la garganta. Tuvo que apoyar su cuerpo flojo en la pared y aferrarse al pomo de la puerta de la cocina. Se oía el pulso zumbando en las sienes, en las muñecas, en el pelo erizado.
-¡Mamá!-consiguió decir.-¡Se te han caído las orejas!
Su madre se puso muy roja y se agitó un instante. Luego esbozó una sonrisa tierna y comprensiva.
-Eres peor que los niños, Pedro Alfonso. Ya sabes que es de lo más natural...Me estoy haciendo vieja. Todos tenemos que pasar por lo mismo tarde o temprano...tú también. No es plato de buen gusto...¡Oye!¿No tenías un examen hoy? Deberías hacer un último repaso ya que has madrugado.
Pedro Alfonso se quedó atónito, profundamente alelado, y su tez, antes pálida, comenzó a amoratarse. Las manos le temblaban sudorosas y sus rodillas castañeteaban .El eco de su pulso, grave, exageradamente retumbante, se le hizo insoportable, como si encerrase un campanario doblando en la sangre.¿Le estaba tomando el pelo su madre? se repetía una y otra vez su cerebro intoxicado por la falta de oxígeno. La opresión que le crecía dentro parecía a punto de quebrarle. Debía gritar, reventar aquel peso interno para que su cuerpo no estallara. Sentía el empuje persistente en las costillas y en el vientre, creciendo, envalentonándose, absorbiéndole igual que un agujero negro. Debía arrancarse, con una concentración inmensa, ese vacío opresor. Debía salir de su órbita, evadir aquella hambruna centrípeta. Debía gritar. Para conseguirlo se concentró en los agujerillos que tenía su madre subrogados donde antes llevaba las orejas. Debía gritar pronto y liberarse, darse a la luz a través de la garganta, nacerse por medio de su boca desencajada. Aquel peso fatigador seguía creciendo dentro de su pecho, seguía empujando y acometiendo las vísceras y las costillas. Pedro Alfonso logró almacenar una soga de voz en el estómago; consiguió retreparla por la garganta inflamada y golpearla contra las cuerdas vocales. Sin embargo, la cuerda había ido deshilachándose por el camino y al final logró que su cuerpo dijese un mero bramido lacrimoso.
-¡Pero qué coño dices!¡No tienes orejas!
Su madre estrujó el trapo y formó con su cara un gesto de abatimiento. Veía a Pedro Alfonso ido, apoyado en la pared, a punto de desplomarse, y no acababa de comprender la razón de su desgracia.¿Es que se había vuelto loco? Supuso que estas cosas no suceden de la noche a la mañana, que iban gestándose, desarrollándose lentamente, y un día, de buenas a primeras, se producía el paso final y se llegaba a la locura. Pero ella no había observado ninguno de esos pasos intermedios en su hijo.¿Y si no le había prestado atención?¿Y si Pedro Alfonso llevaba mucho tiempo perdiendo la razón sin que ella se hubiese dado cuenta? Imposible. Justo la noche anterior habían conversado ampliamente. Pedro Alfonso no estaba totalmente convencido de si iba a opositar después de la carrera.
-Estas cosas hay que meditarlas con cuidado. Hay mucha gente que abandona después de uno o dos años por no haberlo pensado bien. Yo no quiero cometer ese error.
¿Es ésta la actitud que muestra alguien que está enloqueciendo? No. La noche del veinticuatro de junio Pedro Alfonso estaba cuerdo, desde luego.¿Cual era entonces el motivo para que se comportase así? Era absurdo, como un sueño extravagante.¿Es que le había hecho ella algo?¿Por qué la trataba así? Empezó a sentirse íntimamente culpable y hondamente desdichada porque no adivinaba a cual de sus gestos era imputable esa culpa.
-Quizás no deberías hacer el examen...No te preocupes, ya recuperarás en septiembre. Será mejor que te metas en la cama y..
-¡Te has vuelto loca! Yo me encuentro perfectamente.¡Eres tú!¿Es que no te das cuenta de que no tienes orejas?¡No tienes!¡No tienes!¿Es que no te das cuenta?
Su madre comenzó a sollozar. Las lágrimas brotaron y fueron deslizándose lentamente a lo largo de su rostro, siguiendo el cauce ajado de las profundas arrugas. Su hijo se había vuelto loco. Tal vez fuera una de esas cosas que es imposible que sucedan pero suceden. Había perdido la cordura de la noche a la mañana, sin procesos, en un momento concreto mientras dormía...del sueño...¿Y si era eso?¿Y si sólo es un sueño? Hay algunos que provocan sensaciones tan nítidas como la propia realidad.¿No estaré soñando?¿No estaré teniendo una pesadilla en la que mi hijo se ha vuelto loco? pero,¿yo acabaría dándome cuenta de que tan sólo es un sueño?
-Sólo es un sueño...-murmuró con una sonrisa frágil.
-¿Qué dices ahora? Tú no estas bien de la cabeza. Pero mamá, de verdad,¿es que no lo ves?¿Cómo tengo que decírtelo?¡No tienes orejas !Habrá sido algún accidente.Tal vez sea culpa de esos amoniacos que utilizas para limpiar, y también se te ha trastornado el cerebro ,qué sé yo.¡Pero no tienes orejas! Hay que llamar a un médico urgentemente.
-¡Basta ya con las dichosas orejas!-estalló su madre-Claro que no tengo orejas, claro que se me han caído. Y a ti también se te caerán cuando tengas mi edad. El marciano nace, envejece y muere, y no eres un niño para que tenga que andar explicándotelo. Es ley de vida...
La mente de Pedro Alfonso no soportó más angustia y se apagó. Su cuerpo cayó al suelo de la cocina formando un ruido estrepitoso sobre las baldosas. Su madre, sorprendida de no despertarse de aquella pesadilla, rompió a llorar con fuerza.
jueves, 4 de febrero de 2010
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