jueves, 4 de febrero de 2010

LA VIEJA MILAGROS SANTAMARÍA

Es una columnita furtiva en una de las páginas de sucesos del Diario de Navarra la que me notifica el fenecimiento de la vieja Milagros Santamaría. Parece que un transeúnte entrometido halló el cadáver entre unos arbustos a un lado de la carretera estrecha y apolillada del monte Ezkaba. Subía caminando hacia el memorable Fuerte de San Cristóbal cuando la vaharada de la podredumbre le volteó todo el aparato respiratorio y aun parte del digestivo. El hombre pensó que tamaña pestilencia no podía ser normal ni siquiera para el clima de una tierra tan descuidada donde tanta basura y alimañas muertas abundan, así que fue persiguiendo el rastro de la hedentina con igual inquietud que Teseo perseguía dentro del laberinto el hilo de Ariadna. Primero vio el contraste de un brazo blando y lívido que asomaba por debajo de la fronda. Sin embargo, con la nariz y el estómago ya sometidos a la fuerza de la costumbre, y con el corazón envalentonado y reventando de la curiosidad, el hombre continuó investigando hasta dar con el cuerpo entero de la vieja Milagros Santamaría. Al abrir el matorral la peste había arremetido agresiva, corpulenta, sólida, contra la cara fisgona. La vieja estaba tirada en el suelo húmedo en pelota y majada, casi esqueleto en algunas partes. A su lado había un charco reseco de vómito y de bilis.
El nombre de la vieja Milagros Santamaría, impreso en el papel del periódico, emprende dentro de mi cabeza unas contorsiones de serpiente voluptuosa y las letras de ese cuerpo lúbrico van sacudiéndose el polvo del olvido. Cada sacudimiento levanta una nubecilla que luego, cuando se esfuma, muestra debajo un pedazo de memoria recobrada. Así, movimiento tras movimiento, espasmo tras espasmo, se va componiendo todo el recuerdo, y ya con sólo mirar el nombre soy capaz de recuperar la historia entera. Han transcurrido tres décadas desde que conocí a la vieja Milagros Santamaría. Yo apenas contaba los diez años y ella rondaría la cuarentena. Era, según los comentarios que circulaban, una mujerona soltera y misteriosa, y ocupaba el piso primero derecha de nuestra casa en la calle Francisco Bergamín. Sin embargo, la vieja apenas salía a la calle, y de ahí la inconsistencia de la mayor parte de las afirmaciones acerca de su persona. Esos rumores eran el resultado de intrincadas cábalas que se referían fundamentalmente a los motivos de su encierro. ¿Por qué nunca salía la vieja? ¿Es que tenía algo que ocultar? ¿Es que acaso le daba vergüenza? Aseguraban unos que el aislamiento era la respuesta a un hondo sentimiento de misantropía que se había apoderado de sus nervios con ocasión de un desengaño amoroso. Otros decían que meramente se encerraba porque tenía una enfermedad denominada agorafobia. De cualquier manera todos los vecinos coincidían en un punto, y era al señalar las actividades oscuras que Milagros Santamaría, la vieja Milagros Santamaría –como la apodaban a pesar de su edad- realizaba en su apartamento. Decían que era una bruja nigromántica y que entretenía sus horas preparando pócimas y conjuros que lanzaba a los niños por la ventana. Había aprendido sus artes del propio Demonio, a quien convocaba cada noche trazando unos círculos de tiza en el suelo del salón. Demonio y bruja conversaban amigablemente largas horas, hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, y finalmente ella recibía los secretos y claves del mal, tras haber prometido al Ángel futuros sacrificios. Un misterio a cambio de un alma...Llegó el día en que la figura de la vieja Milagros Santamaría se convirtió en un símbolo horripilante y sustituyó al desacreditado hombre del saco en las amenazas maternas. Así, era frecuente que cuando uno de los chiquillos del barrio nos comportábamos de modo intolerable nuestras madres nos advirtieran: como no te portes bien voy a llamar a la vieja Milagros Santamaría para que te lleve con el Demonio.

Hoy, frente a la página del periódico, después de todo lo ocurrido, después de treinta rigurosos años- años con tanta parte docente como de descarrío- , todavía no estoy plenamente convencido de la porción de verdad o de mentira que aquellas historias podían contener. Lo cierto es que en esa temprana época los cuentos habían calado con fuerza en mi interior, y hasta aquel primer encuentro –tal vez incluso hasta después- crecí con la ferviente convicción de que tenía viviendo debajo de mi casa a un monstruo espeluznante. Cada vez que debía bajar a la calle, o subir de ella, notaba una poderosa aceleración de los latidos del corazón, y consecuentemente experimentaba un salvaje peso interior, como si llevara por dentro una ley de la gravitación invertida que me empujara la carne hacia fuera. El pecho estaba a punto de reventarme. Siempre pasaba corriendo por la puerta de la vieja y, sin embargo, aquel miedo me daba ocasión de practicar un juego emocionante con Enrique Monreal. Quique vivía en el sexto izquierda y era solamente cuatro meses mayor que yo. Nuestro juego consistía en averiguar quién de los dos era capaz de arrimarse más a la puerta de la vieja andando despacio, ignorando el peligro que se encerraba detrás. Con esa indulgencia y candidez que tienen los niños habíamos establecido que no era necesario hacerlo al mismo tiempo, y que cada uno de nosotros actuaría como nuestro propio notario irrefutable. Así que cualquier pasada por la puerta de la vieja bastaba, y posteriormente comentábamos los resultados y los aceptábamos sin discusión. En realidad se trataba de un reto. Hacía tiempo que Enrique poseía la mejor marca en tres escalones antes del rellano y que yo intentaba batirle inútilmente. En aquellos trances de arrojo infantil mis palpitaciones eran pronunciadas y retumbantes y, a modo de antítesis, un silencio sepulcral conquistaba todo el edificio, provocándose la ilusión de que las paredes, los felpudos, los zumbantes aparatos de la luz, las barandas, en fin, de que cada uno de los componentes de la escena contemplaba con expectación mi desafío. Yo comenzaba la ascensión de la escalera - o el descenso, según el caso- con un semblante sereno, impasible, y los movimientos firmes y acompasados. Pero a medida que me acercaba a la puerta de la vieja percibía la contracción de mi boca en un rictus, el tacto álgido de un sudor cosquilleándome la barbilla y el cuello, la concluyente descomposición de mi entereza. El pulso, creciente, atosigador, retumbaba en las paredes acalladas y caía rodando hasta el portal, donde formaba un eco estruendoso. ¡Pumba! ¡Pumba! Aquella explosión me hacía perder definitivamente los nervios y echaba a correr con desesperación. Ya a salvo en la calle, o en mi casa, el ritmo de la vida recobraba su transcurso natural. El tiempo, la luz, los sonidos, el aire... Cada ingrediente de la existencia recobraba su estado originario y los acontecimientos volvían a deslizarse con soltura a mi alrededor. La luz había pasado de misterio insondable a milagro físico; las cosas eran de nuevo simples cosas; inmediatamente a un segundo sucedía otro segundo... Este súbito envolvimiento de la normalidad me revitalizaba vigorosamente, y entonces me reprendía por mi actitud, por mi estúpida cobardía, y me juraba que la próxima vez aguantaría hasta el final, que nunca más echaría a correr, que si era menester me enfrentaría con aquella vieja bruja y la mataría y liberaría a todo el vecindario de su maléfica presencia. No obstante esos juramentos perdían toda su consistencia para la siguiente vez que la vida contenía el aliento en la escalera y me dejaba al margen. El terror volvía a dominarme y yo, nuevamente, echaba a correr antes de alcanzar el récord de Enrique Monreal.

La mañana que vi por primera vez a la vieja Milagros Santamaría era la ocasión en que más me había arrimado a su puerta antes de la explosión incontenible del miedo. Bajaba de mi casa camino a la escuela y sólo me faltaban cinco escalones para colocarme en el rellano, tres para superar la marca de Enrique. Mis movimientos se iban volviendo imprecisos y mis pisadas leves. Me aferraba desesperadamente con las dos manos a la barandilla, buscando un apoyo, y más que descender la escalera ya mi cuerpo parecía resbalar lacio. Empezó a acometerme un zumbido sibilante dentro de las orejas y, acto seguido, una manta negra y prieta fue comiéndose mi vista hasta dejarme completamente ciego. ¡No te pares, que vas a conseguirlo!, me alentaba. Todavía con un impulso violento, sobrehumano, logré que mi cuerpo agarrotado bajara un peldaño más. Estaba sólo a cuatro del nivel de la puerta, a uno de igualar a Enrique y a dos de mejorarle. Lo voy a conseguir, lo voy a conseguir... Entonces oí el graznido de la puerta de la vieja. Recuerdo aquel chirrido metálico con tanta claridad que me parece estar escuchándolo ahora. Circumdedérunt me gémitus mortis, dólores inférni circumdedérunt me... Recuerdo cada una de sus notas anárquicas, hoscas, cortantes, que se me colaron por los poros y me revolvieron toda la sangre. Yo era otro Epimeteo, un nuevo Epimeteo horripilado por el lamento amargo de los goznes de otra caja de Pandora. ¿Qué sombras iban a brotar de aquella puerta? ¿Qué vientos? ¿ Qué carcajadas? ¿Qué fuegos? ¿Qué desolación? El rechinamiento siguió empujándome, traspasándome, y dentro de mis venas fundó una comparsa de ritmo par al de la sangre. Tal vez permanezcan inseparables hasta el final de mis días.

Mi pensamiento, lógicamente, fue el de correr, huir, precipitarme escaleras abajo, arrojarme alocadamente hacia la profundidad del portal con los párpados apretados. Los perfiles del mundo circundante comenzaban a bambolearse y se estiraban y crecían. Yo permanecía por el contrario inmutable y diminuto, cada vez más diminuto, en una esquina de aquel súbito universo, sabiendo que la única opción que me quedaba para sobrevivir era cruzarlo de un salto, en un segundo, en un milésima de segundo. Sin embargo, mis sentidos no reaccionaban y, al mismo tiempo, cuanta mayor insistencia ponía el cerebro en la activación de los nervios más se aceleraba el ensanchamiento de las dimensiones y más se alejaba mi ser ínfimo del umbral de la salvación. De tal forma que me convencí de que había sido derrotado y me mantuve achantado y expectante, igual que una liebre cuando en la noche, en medio de la carretera oscura, se ve sorprendida por los faros punzantes de un automóvil. Ni siquiera tuve ánimo para cerrar los ojos. Estaban abiertos y alucinados, aunque continuaban ciegos puesto que mi mente no era capaz de vislumbrar nada más allá de la manta que la cubría, y más acá sólo podía ver los millones de historias que circulaban acerca de la vieja Milagros Santamaría, historias que ahora confluían y se fundían en una sola: aquella bruja me iba a llevar y haría un conjuro conmigo (abracadabra, pata de cabra, ojo de piojo, pelo canelo). Daría mi alma al Demonio a cambio de algún secreto oscuro y convertiría mi cuerpo desocupado en un monstruo repugnante, en un bicho. Yo intentaría pedir socorro pero mi voz transformada sonaría como un gemido enervante, nauseabundo. Mis padres no me reconocerían debajo de aquella apariencia y me tirarían por la ventana llenos de asco. La vieja Milagros Santamaría, entretanto, contemplaría, a través de los cristales mi caída. Lo haría regocijada, frotándose las manos. Era, pues, el fin.

- Chsss. Niño. Chsss. Niño. Niño.- me llamó.

Con una voluntad tozuda conseguí que mis párpados se sometieran y comencé a susurrar una suerte de plegaria incoherente, un batiburrillo de catecismos intrincados: creo en ti-padre nuestro-y de tu vientre - todopoderoso-en la hora de todos los siglos apiádate de mí amén-amén-amén.

- ¿Estás rezando?- dijo la vieja Milagros Santamaría con voz risueña.- ¿Es que me tienes miedo? Te habrán llenado la cabeza con tantas tonterías. Seguro. Sé muy bien todo lo que se dice por ahí de mí, niño. ¿Tú te crees todas esas historias? Claro que te las crees. Por eso estás rezando. Pero no importa, niño. Yo no muerdo a nadie. ¿No ves? ¿Crees que tengo aspecto de que vaya a morderte?

Entorné los ojos y lo primero que vi fue una sonrisa ancha y serena. Luego los abrí del todo y pude fijarme y reparar en cada uno de los detalles del rostro asomado a la puerta. Era, en conjunto, una cara grande y apacible. Tenía unos ojos enormes, astrales, de un color azul oscuro, azul alta mar. Sus pómulos, blandos y abultados, apenas se distinguían por encima de las mejillas mofletudas, llegando incluso a invadir los bordes de la nariz pequeña y recta. En el centro del hemisferio inferior reinaba una boca amplia y carnosa que aumentaba el efecto de grandeza y majestad del semblante, y que parecía encontrar en la sonrisa su acomodo natural. Aquellos rasgos llenaban la cara con indulgencia, sin provocar una sensación de atosigamiento, y concluían un simpático conjunto de sencillez y claridad.

La contemplé sorprendido y en silencio durante largo rato. Esa cara me intrigaba y, a la vez, sentía un íntimo recelo, una especie de alarma instintiva que me empujaba el alma infantil hacia el desengaño. ¿Cómo podía tener una bruja aquella faz inofensiva? Tamaña controversia entre cuerpo y alma me resultaba imposible. Claro que aun pasarían bastantes años antes de que leyera a Oscar Wilde. Yo moraba todavía en los tipos de los cuentos. Los ogros son feos...las hadas bonitas...¿No habría cambiado su aspecto? ¿Acaso no cambiaba de aspecto el Demonio para atraer la confianza de sus víctimas? Entonces, la vieja Milagros Santamaría no era realmente la cara afable que se me presentaba en la rendija de la puerta , sino un rostro espeluznante y oculto. Probablemente el Diablo le habría enseñado ese truco proteico.

- Las brujas saben transformarse para no parecer brujas y así engañan a los niños para que se confíen y los matan – se me escapó. Inmediatamente me arrepentí de estas imprudentes palabras, por supuesto, y sentí que el ritmo de mi corazón recobraba su galope insoportable ¿Por qué lo había dicho? ¿Por qué? Ahora se enfadará porque he descubierto su trampa y recuperará su apariencia verdadera y me lanzará un hechizo.

La vieja Milagros Santamaría se limitó a elevar suavemente las cejas y luego reacomodó el gesto entero de su cara sobre la sonrisa de la boca.

- Si yo fuera una bruja, como te han contado por ahí, no me convertiría en un mujer gorda y fea para engañarte, desde luego. Me convertiría en una princesita con las trenzas doradas.
-Pero usted no es fea –corregí.
-Gorda, por lo menos, sí que soy. No tienes que echar cuentas de todo lo que te dicen. A veces las personas nos enseñan cosas que son mentira. Vamos, acércate un poco. Sólo quiero pedirte un favor.

Para mi asombro mi cuerpo, después de unos instantes, respondía a las órdenes del cerebro –ignoro si del suyo o del mío- ,aunque los movimientos fueron lentos y titubeantes.

- ¿Ves como no te hago nada? Si fuera un monstruo ya te habría agarrado. Vas a la calle, ¿verdad?
- Voy al cole.
- ¿En serio? Eso es bueno, niño. Así el día de mañana serás todo un caballero y no un cualquiera. ¿Y qué estudias tú?
- Ya estoy en quinto.
- ¡Caramba! Casi eres un hombre, entonces –exclamó sin dejar de sonreír- Eso quiere decir que dentro de poco tendremos en el edificio un ilustre abogado, o un médico...
- Yo voy a ser astronauta.
- ¡Fantástico! Podrás ir hasta las estrellas...¿Me traerás una para que la ponga en mi salón?
- Las estrellas no se pueden coger porque son muy grandes y además son de Dios y se enfada.
- Claro, se enfada...- aprobó siempre sonriente- Pues mire usted, hombrecito, yo tenía un problema. Estoy un poco resfriada y no me apetece salir a la calle hoy ¿No te importaría sacarme la basura de paso que bajas? Te lo agradecería mucho.
- Está bien –acepté.

Dejó la puerta entornada y desapareció en la penumbra de un corredor. Ahora es cuando va a por la varita mágica y me convierte en un bicho; es la última oportunidad que tengo para escaparme, pensé. Sin embargo no me moví, y al poco rato reapareció la vieja con una bolsa de plástico en la mano.

- Toma, hombrecito. Y esto es para ti por ser tan bueno –dijo tendiéndome una moneda de cinco duros.

Cogí ambas cosas y la puerta se cerró antes de que pudiera musitar una frase de agradecimiento. Bajé a la calle silbando y arrojé la basura en un contenedor. No sé si estaba más contento por todo lo que iba a comprarme con la moneda de cinco duros o porque la vieja me hubiera perdonado la vida en aquella ocasión.

Esperé a la hora del recreo para contarle lo sucedido a Enrique Monreal. Sorprendentemente no sólo no me creyó, sino que además acabó indignándose y acusándome de mentiroso.

- Es imposible que te haya perdonado porque las brujas no tienen corazón y sin corazón no se puede perdonar.
- A lo mejor no es una bruja.
- Sí que lo es, eso lo sabe todo el mundo. Es una bruja horrible y tú eres un mentiroso y no has hablado con ella y te has inventado ese cuento porque te da rabia que no me puedas batir la marca.
- Yo no me he inventado nada y el embustero eres tú –me defendí.
- ¿Ah, sí? ¿Pues sabes lo que te digo? Pues que la mejor marca sigue siendo la mía y te fastidias.
- Eso no vale, Quique. Ahora es la mía. Eres un tramposo.
- El tramposo lo serás tú por meterme una bola.
- Yo no te he metido una bola. Si no, vamos juntos a casa luego y te lo demuestro –le desafié.
- Como quieras.

Aquella mañana, tras el recreo, nació en mi consciencia el sentido de la relatividad del tiempo. Otras muchas veces, sobre todo en la escalera de casa, me había asaltado la extraña sensación de que los segundos eran como elastiquillos que se estiraban y se recogían según su antojo, pero esa sensación desconcertante y estragadora siempre la había provocado un acontecimiento externo a mi persona, un acontecimiento en el que yo no tenía ninguna influencia. Los cambios del tiempo se desarrollaban ajenos a mí, sin tenerme en cuenta, ignorándome. Y ahora, de repente, la metamorfosis se operaba como un reflejo de mi interior. Con sólo diez años empezaba a comprender que la alteración del tiempo no es un acto que sucede por sí mismo, sino que requiere nuestra participación. El tiempo, sin nosotros, sería uno e inmutable - tal vez inexistente-. Es nuestra mera presencia la que lo torna variable. En realidad somos nosotros quienes lo moldeamos y adaptamos a nuestro ánimo, porque cada estado del alma conlleva su propio tiempo. El tiempo está dentro de nosotros. Aquella mañana, en la escuela, lo aprendí. Las lecciones, otrora lentas y pesadas, se deslizaron en un instante breve puesto que mi pecho ansiaba contemplar la derrota definitiva de Enrique. Por otra parte, este ímpetu apoplético de venganza me llenaba tanto que no cabía en mi interior ningún miedo ni recelo. Tal vez ese sea el motivo de que no me cuestionara si la vieja Milagros Santamaría volvería a ser tan benevolente conmigo, aunque seguramente no me lo planteé porque incluso mi convicción de que era una bruja se había esfumado. ¿Qué me importaba? Lo único que me importaba era gozar de la cara vencida de Enrique Monreal y de sus excusas por haberme llamado embustero. Sólo Enrique sometido, Enrique postrado ante mí... La avidez de revancha se había constituido en el único centro posible del universo de mis emociones y de mi razón. No podía pensar en otra cosa que no fuera la humillación de Quique. No podía querer otra cosa. Mi existencia se limitaba a la ejecución de ese deseo y, luego, la muerte, o la devastación, o el vacío. Lo mismo me daría después.
Caminamos silenciosos el trecho desde el colegio y entramos en el portal firmes y arrogantes.

- ¿Quién sube primero?- pregunté.
- Los dos a la vez –dijo Quique tras una corta reflexión.- Así no hay ventajas.

Comenzamos la ascensión despacio, a la par, peldaño a peldaño. Yo miraba a Enrique por el rabillo del ojo y al percibir el tic de sus párpados y su respiración acelerada sentí una tremenda vergüenza. Era como verme a mí mismo. Sus temblores eran la manifestación del idéntico miedo que tantas veces me había invadido. Era el mismo pavor provocado por la misma causa, y en el mismo escenario. Entre nosotros habían colocado un extraño espejo, y a Quique le tocaba reproducir el reflejo de un yo antiguo, un yo ridículo e incomprensible para mi persona renovada. ¿Así había sido yo?, me decía. ¿De verdad? Y aunque sabía que era cierto me parecía imposible que en algún tiempo lejano, en una época remota, inmemorial, yo hubiera estado habitando en el otro lado del espejo.

A pesar de todo llegamos al descansillo parejos.

- Está bien –jadeó.- Ahora los dos hemos conseguido la misma marca.

¿Qué significaba eso? ¿Qué quería decir? Yo esperaba sus disculpas, su derrota, su postración. Aquella media concesión no me satisfacía en absoluto. Evidentemente estaba aterrorizado, e interiormente admirado por la quietud de mi expresión, pero el orgullo le proporcionaba un vigor insólito. A lo largo de mi vida me he encontrado con mucha gente que actúa de esta manera. Se construyen un parapeto con sacos de hipocresía para esconder detrás su auténtico ser asolado. Recuerdo especialmente el caso de mi amigo Fernando Montana. A Fernando le plantó su novia después de siete años de relación. Esa misma noche me telefoneó y salimos a emborracharnos. Bebimos y bailamos y nos reímos más que nunca. Sobre todo él. Ahora sí que voy a vivir como Dios, me decía eufórico. ¡Pobre Fernando! Pero estas muestras de la soberbia humana fueron mucho después. Aquella mañana, en el portal de la calle Bergamín, a mí no me bastaba con el aspecto trémulo de Enrique. No era suficiente con su miedo contenido. Yo necesitaba más. Yo necesitaba una confesión abierta. ¡Muéstrate en todo tu esplendor, Quique! No me intentes engañar. Enséñame tu pánico.

Mi sentimiento de venganza, dolido, frustrado, se retorcía lastimosamente dentro de mi cuerpo, golpeándome con sus lomos indignados en las paredes del estómago. Noté cómo me trepaba por la garganta y se fundía con mi sangre para alcanzarme con mayor facilidad el cerebro. Entonces debió de ser cuando se apoderó de mi voluntad y fabricó la súbita ocurrencia de llamar al timbre de la vieja. El castillo en el que se defendía el verdadero Enrique no pudo resistir tan grande acoso. Me giré y le vi huir estrepitosamente escaleras arriba. El portazo de su casa retumbó en las paredes con igual potencia extraordinaria que antiguamente, siglos atrás, provocaba mi pulso apresurado.

- ¿Eres tú, hombrecito?- preguntó una voz jovial a mis espaldas.
- Sí.
- ¿Qué quieres?
- No sé. Ya se me ha olvidado.
- Da igual, hombrecito. Me encanta que vengas a visitarme –dijo la vieja Milagros Santamaría acariciándome la mejilla con un gesto tierno de la mano. Luego cerró la puerta suavemente.

Desde aquel día mis encuentros con la vieja Milagros Santamaría fueron frecuentes. Aunque nuestra relación se ceñía al espacio del descansillo llegó a alcanzar un alto grado de intimidad. Se asomaba a la puerta cuando me oía pasar y nos entreteníamos charlando un largo rato. Yo le hablaba de las cosas que aprendía en el colegio, de las regañinas de mis padres, de las niñas de las que estaba enamorado, de los juegos y peleas que teníamos durante el recreo, de los avances que lograba en mis colecciones de cromos... Ella también me contaba muchas historias, sobre todo de cuando era joven, una niña increíblemente menuda y traviesa. En una ocasión, por ejemplo, se había fugado detrás de un carro de saltimbanquis para que la admitieran en su compañía, y tanto porfió que los artistas no tuvieron más remedio que acogerla. Como no conocía otro malabarismo que darle la vuelta a la lengua o poner los ojos en blanco tuvo que conformarse con un papel de payasita muda. La aventura duró dos semanas. Un día, su padre se presentó a las afueras de Marcilla con la Guardia Civil, y en medio del espectáculo se armó un alboroto tremendo.

- Aquella chiquillada me costó un montón de palos –se reía.

Yo seguía haciéndole algunos recados y aunque me negaba rotundamente ella insistía en regalarme monedas y pastelillos de chocolate. Enrique Monreal, que estaba al tanto de mi amistad con la vieja, dejó de hablarme repentinamente, y cada vez que nos cruzábamos agachaba el rostro ruborizado. A mí, no obstante, no me importó su distanciamiento. Tampoco me importaron los comentarios que había propagado entre los demás niños de la escuela acerca de esa relación. Milagros Santamaría no era una bruja ni me tenía hechizado. Aquella patraña fantasiosa no era más que el fruto alevoso de su orgullo malherido, un vano intento de vengarse de mi venganza. Pero lejos de sentirme indignado me sentía misericordioso, y pronto empecé a contemplar a Quique como se contempla a los desgraciados.

Mi relación con la vieja siguió su curso habitual hasta que una tarde la costumbre de estos encuentros se vio alterada de manera imprevista –al menos para mí.
- ¿No quieres entrar un rato? –me dijo.

Permanecí indeciso unos instantes, sorprendido por la invitación.
- No te dará miedo... – aventuró la vieja Milagros Santamaría adoptando su ancha sonrisa.
- Claro que no. Lo que pasa es que nunca me había dicho que entrara.
- Alguna vez tenía que ser la primera. Los grandes amigos no hablan de pie, y nosotros ya somos grandes amigos, ¿no es cierto?
- Sí –concedí con resolución.

Su casa era inconcebiblemente distinta de la mía, a pesar de ser parte del mismo edificio. Empezaba en un corredor angosto y tenebroso cuyos muros, vacíos de adornos y manchados de sombra, solamente veían interrumpida su homogeneidad por los paréntesis que componían varias puertas cerradas. El pasillo desembocaba en un saloncito acogedor, de esos en los que uno puede acomodarse arbitrariamente y no teme trasladar un objeto por aprensión de romper el espontáneo orden establecido. En el centro, sobre una alfombra con los dibujos del pelo gastados, había una mesa de mimbre con el poyo de cristal muy limpio. A su alrededor había tres sillas, de mimbre también, con el asiento acojinado. Había dos rinconeras repletas de figuritas de porcelana y retratos de niños, y un revistero rebosante de papeles. Del techo pendía una lámpara de largos y retorcidos brazos, de los cuales se desprendían unas cadenillas de piedras de vidrio engarzadas. Pero el mueble protagonista de la estancia me pareció un armario que acaparaba toda una pared. Era un armatoste inmenso, de color oscuro barnizado, y contenía gran cantidad de cajones, puertas y estantes abarrotados de vajilla reluciente y de libros multiformes.
Nos sentamos en dos de las sillas, uno frente al otro, y la vieja Milagros Santamaría me preguntó si me gustaba su casa.

- Sí, es muy bonita –dije yo, aunque sólo conocía la pieza en la que estábamos.
- Es la mejor de todas en las que he vivido. Yo he vivido en muchas casas... Pero ésta es sin duda la mejor. ¿Sabes por qué me gusta tanto vivir en esta casa?
Se quedó callada esperando mi respuesta.
- No.
- Por los ruidos. Estos finos tabiques me cuentan las cosas que suceden fuera. A vosotros, por ejemplo, os oigo arrastrando las banquetas en la cocina a la hora de comer, o cuando tus padres te regañan por alguna pillería. Incluso el tintineo de la lámpara me dice que estás jugando en tu cuarto con una pelota –dijo señalando el techo.- ¿A que no sabías que tu cuarto queda justo aquí encima?
Yo negué con la cabeza.
- Pues sí. Me gustaría que vieras cómo baila la lámpara, pero es imposible porque sólo ocurre cuando botas la pelota, y si estás arriba no puedes estar abajo. ¿O es que puedes estar al mismo tiempo en dos sitios?
- Claro que no. Nadie puede estar en dos sitios a la vez, menos Dios porque es muy poderoso.
- Entonces no podrás oír el alegre tintineo de mi lámpara ya que tú no eres Dios. ¡Qué lástima, hombrecito! Ese sonsonete es muy importante para mí. Me recuerda que tú estás ahí, muy cerquita, jugando, y me hago la ilusión de que no estoy sola en el mundo.
- ¿Es que está sola? ¿De verdad?
- Sí, muy sola.
- Eso no puede ser. Seguro que tiene una familia, aunque sea muy pequeña y esté muy lejos. Todo el mundo tiene una familia.
- Yo no. Estoy tremendamente sola. Tú no te haces una idea de lo que eso significa porque tienes una familia maravillosa y porque aun eres un... hombrecito. Pero hay mucha gente que no tiene a nadie, como yo.
- Pues yo cuando sea astronauta y me vaya al espacio me llevaré a mis padres para que me hagan compañía. Estar solo es una lata. Cuando me quedo solo en casa no sé qué hacer y me aburro un montón.
- Tienes razón. A veces me aburro tanto que me entran unas ganas enormes de llorar.

Sus cejas, conmovidas, resbalaron hacia abajo y tuvo que realizar un gesto brusco con la pequeña nariz para que no cayeran al suelo. Con esa resistencia se le formó en la boca una inusitada postura frágil y temblona. Era la primera vez que no la veía sonreír.
- Por eso me gusta tanto que metáis mucho ruido. –continuó gimoteando. –Así no me siento sola...aunque lo esté.
- Pero usted no está sola. Aunque no tenga una familia nosotros somos grandes amigos y como ya conozco su casa vendré siempre que usted quiera. Además, si le apetece, también la llevaré en mi nave espacial.
- ¿En serio?- preguntó. Sus ojos se iluminaron y su sonrisa habitual reapareció. -¿De verdad somos grandes amigos? ¿De verdad vendrás a verme cuando te llame? ¿De verdad me llevarás contigo cuando seas astronauta? ¿De verdad, hombrecito?
- Sí, sí, claro que sí.
Entonces la vieja Milagros Santamaría se abalanzó sobre mí. Me abrazó con un ímpetu descomunal y empezó a besarme la cara como frenética. Yo me asusté al principio por aquel arrebato, pero cedí al peso de su cuerpo y acabé acostumbrándome a su tenaz estrujón. Sus manos, entrelazadas en mi espalda, se soltaron despacio e iniciaron unos círculos de caricias en mi cara y en mi cogote. Yo la miraba fijamente y ella, con los ojos extraviados, intensos, como si supieran traspasar mi carne y ver más allá, siguió acariciándome. Las yemas de sus dedos se deslizaron por mi piel con ternura. Con un movimiento casi desapercibido se fueron colando en mi pecho, en mis sobacos, en mi ombligo...

A partir de aquella tarde ansié en vano un nuevo encuentro con la vieja Milagros Santamaría. Su puerta nunca volvió a abrirse a mi paso; ni siquiera se abrió cuando, tras muchas cavilaciones, decidí llamar al timbre. Ignoro si se mudó a otra casa, o si permaneció allí durante los doce años que aun viví con mis padres. Su nombre fue perdiéndose poco a poco en la bruma de mi olvido y sólo ahora, cuando parecía irrevocablemente enterrado, después de mucho tiempo, después de treinta años, lo recupero gracias a una noticia del periódico.

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