jueves, 4 de febrero de 2010

LOS AHORCADOS

El trece de septiembre de mil novecientos ochenta y ocho don Felipe Agüera de Leandro, el Alcalde de Villa Oruga, propuso a la sesión en pleno del Ayuntamiento que ya era hora de saldar la cuenta pendiente con los ahorcados del pueblo.
- En estos tiempos de democracia, con una Constitución que ya va para los diez años, no tiene sentido que sigamos discriminando a nuestros muertos- dijo.

La moción fue apoyada por diez de los doce concejales, así que se dispuso mandar a la mañana siguiente, muy temprano, a unos operarios para sacar los huesos de los suicidas del agujero donde estaban metidos, y trasladarlos al camposanto con los de los demás difuntos. Algunos cristianos viejos del pueblo protestaron la decisión apostándose con pancartas y escapularios en la Plaza Consistorial, pero el gobierno de Villa Oruga se mostró inconmovible y el catorce de septiembre, a las siete en punto de la mañana, un grupo de cinco obreros empezó a sacar de la tierra la osamenta pulida de los ahorcados.

- Esta herejía izquierdista ha de salirnos cara- auguraban algunos de los manifestantes.
Don Felipe Agüera de Leandro, cuando oía tales murmuraciones, torcía el gesto y sentenciaba:
- En este país no ha habido cristiano más ferviente que Manrique, y ya pensaba en el sentimiento democrático de la muerte.

Aquella doctrina de lockianismo invertido no era, sin embargo, una novedad en Villa Oruga. Ya había sido sembrada hacía muchos años, la mañana tormentosa del cinco de agosto de mil novecientos cuarenta y tres. El artífice de la revolución fue un campesino viejo, de porte requemado y junteras republicanas. Se llamaba Antonio Ortega Jiménez, y fue fusilado en los campos de Alhaurín de la Torre junto con los otros seis secuaces que sobrevivieron al asalto del cementerio orugueño. El ajusticiamiento sucedió tan sólo dos días después de que Antonio Ortega, a las seis de la madrugada, entrara en la cuadra, con la capacha ya preparada, para aparejar la mula y viera, zarandeándose en el aire como un monigote, el cuerpo muerto de su hijo homónimo. Se había colgado con un cordel de una de las vigas de la cuadra.
Juana Álvarez, su mujer, permaneció todo el resto del día como alelada, y nada más descorría los labios grises para pronunciar un hondo suspiro o aliviarse con cuatro palabras: mi Antoñito, mi Antoñito. Como Antonio Ortega era un hombre metódico y escarmentado dejó a Juana convaleciendo en la casa y se dispuso a preparar la muerte de su hijo. Don Anselmo, el cura, había salido a Monda para decir una misa, así que dejó recado con lo sucedido a su sobrina.

- Ya sabe usted que mi tío no atiende el alma de los pecadores- le advirtió la niña.
- Pues dime entonces para qué valen los curas- reconvino él.

Luego se fue por las casas repartiendo la noticia, compró tres botellas de aguardiente, un queso entero y dos kilos de morcilla, y regresó a su vivienda. Encontró a Juana en el mismo rincón que se había quedado y padeciendo la misma tontera de agonía. Sin prestarle atención ordenó los tiestos de la cocina y apañó un círculo de sillas alrededor de la mesa alargada para que se sentaran los asistentes. Después de improvisado el velorio desnudó y fregó el cadáver lívido de Antoñito, lo engalanó con el traje de los domingos, y lo tendió en la cama. Juana, en el rincón, continuaba sumida en su agonía.
A las diez y media comenzaron a llegar los primeros condolidos portando grandes paquetones de azúcar y el semblante nublado. Estrechaban las manos de Antonio con pasión y dedicaban algún consuelo inútil a Juana, quien seguía ajena y quieta como una cosa. A lo más sacaba unos ojos brillantes, y cuando todos esperaban que había llegado el momento y que iba a reventar su dolor, ella decía otra vez aquellas cuatro palabras que sonaban como una receta milagrosa: mi Antoñito, mi Antoñito.
A las doce del mediodía Antonio Ortega destapó la primera botella de aguardiente, rebanó unas tajadas de queso y de morcilla, y pronunció como si creyese la conjetura: parece que tarda el padre. Los asistentes lo contemplaron con sorpresa y alguien se atrevió a decir que estaba claro que el padre Anselmo no habría de llegar. Para antes de las tres ya nadie tenía dudas del absentismo ministerial. Ni siquiera Antonio.

- Está claro que la Iglesia no quiere tratos con los ahorcados- sentenció uno.
- Pues mi hijo se entierra en el campo santo, con o sin cura, como todo hijo de padre- advirtió Antonio.
- No lo han de permitir los muy... Allá arriba mandará Dios, digo yo, pero aquí mandan los curas y Franco. Y esos no quieren a los que tiran por el camino del medio, como tu Antonio. Los llaman brujos y los tiran al socavón del olivo igual que si fueran animales.
- Pues mi hijo no es un animal y se entierra en el campo santo.

Aquella convicción, que sonaba en la boca de Antonio Ortega como amenaza, se extendió, nadie sabe cómo -o calla quien lo sepa- hasta la comandancia y a la mañana siguiente había una pareja de la Guardia Civil apostada frente al portalón de hierro del cementerio de Oruga. Traían las pistolas cargadas y una orden de disparar cuando fuera necesario. Mientras tanto, los guardias fumaban.
A las siete y media de la mañana, soportando una tromba apretada de agua caliente, salió de la casa de Antonio Ortega una procesión de doce ourgueños armados de estacas, hierros y chapulinas. Al muerto lo conducían enrollado en una manta tres de sus amigos más íntimos y el padre. A su paso, algunos vecinos asomaban la cabeza por la ventana apretando los dientes y formando puños, sin embargo la mayoría no osaba más que a espiarles a través de las cortinas corridas.
Los hombres salieron del pueblo tan reconcentrados en su hazaña que apenas sentían el temporal impuesto por un cielo corrompido. Cuando agotaron el camino los guardias tiraron los cigarrillos y les fueron al encuentro con las armas esgrimidas.

- Tenemos órdenes de que no paséis- anunció uno. Antonio Ortega hizo un gesto a los otros costaleros y dejaron el bulto en el suelo. Luego avanzó unos pasos hasta plantarse entre el grupo de orugueños y la pareja de la Guardia Civil.
- Aquí traigo un muerto. ¿No es éste el lugar donde se trae a los muertos?
- No- contestó el guardia.- Aquí se mete a los cristianos. Este te lo llevas a donde el olivo y lo pones en un boquete.

El campesino siguió el dibujo del dedo índice del guardia y su mirada se paró en el bulto.

- Mi Antonio era tan cristiano como el que más- argumentó sin levantar la vista del bulto.
- ¿Ah, sí? ¿Y entonces por qué se ha ahorcado?
- Sus razones tendría, digo yo. Eso Dios lo verá si quiere.

Por lo alto de los almendros empezaron a rodar unos truenos de madera. El viento, cada vez más intrépido, simulaba que la lluvia era frontal en lugar de caer de arriba, y volteaba la capa de los guardias estorbándoles la pose. Los orugueños, como arrancados de un largo hechizo, comenzaron a impacientarse, pero no se movieron viendo el hierro negro de los cañones apuntándoles.
Antonio Ortega, dando por concluida la conversación, se encogió de hombros y se dirigió al portalón de la entrada. Los guardias le mandaron que se apartara del cerrojo pero él no les hizo caso. Entonces sonó el primer disparo y, acto continuo, unos furiosos vítores republicanos. Aquella mañana tormentosa de agosto murieron siete personas, cinco de ellas abaleadas y las otras dos, los guardias, majadas a palos. Pero los restos de Antoñito Ortega Álvarez fueron metidos en algún agujero dentro del cementerio de Villa Oruga, y la autoridad no pudo encontrarlos. Tal vez ese sea el motivo de que algunos digan que aquellos rebeldes sonreían cuando los llevaban, a la mañana siguiente, a los campos de Alhaurín de la Torre para fusilarlos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario