jueves, 4 de febrero de 2010

EL PROFETA

La mañana del 24 de mayo de 1996 Isidoro Carabantes entró en trance por vez primera. Fue en el bar de Andalucía y los parroquianos más viejos, pálidos, se acordaron inmediatamente de su abuelo. Ramiro Carabantes era un hombre de campo bueno y trabajador que, por arte de birlibirloque, había empezado un día a expresarse en una lengua extraña. Don Emilio Casares, el cura por entonces, lo examinó detenidamente por si le hallaba algún demonio dentro, y después de dos semanas de insólitas probaturas concluyó que no, que no era la voz del Diablo la que se encerraba en su garganta, sino la de Dios. Informó a sus ovejas de que Ramiro Carabantes hablaba el latín mejor que Salustio. El problema es que nadie conocía dicha lengua en Villa Oruga, así que el resto de su vida Ramiro Carabantes sólo pudo hablar con don Emilio.

Los más ancianos pensaron que la historia de Ramiro se estaba repitiendo con su nieto. Isidoro había puesto los ojos en blanco y tenía todo el cuerpo tiritando. En cualquier momento abriría la boca para soltar un dominus vobiscum o un alea iacta est, pero las palabras de Isidoro fueron dolorosamente claras.
- Hoy a las diez de la noche aullará un perro, y a los treinta y tres minutos morirá el primero.
Después del anuncio Isidoro Carabantes cogió su botellín de cerveza, le dio un trago largo, y preguntó a la gente si tenía monos en la cara.

Nadie se extrañó cuando a la mañana siguiente empezaron a doblar las campanas. Algunos se reunieron en seguida con el señor alcalde y el cura, por si había alguna solución.
- Yo no veo que podamos hacer nada- dijo don Felipe Agüera de Leandro, el alcalde. Los que deban morirse se morirán igual.
- En efecto- corroboró el cura.- Dios nos está concediendo el milagro de saber de ante mano que puede ser nuestra hora. Así podremos poner nuestros asuntos en orden antes de partir al más allá.

El dictamen del mosén se corrió por todo el pueblo y la resignación se apoderó de los espíritus. No quedaba otra alternativa que esperar. Y no hubo que esperar mucho, ya que tres días después, en medio de una peonada, Isidoro Carabantes volvió a transfigurarse y anunció que a las siete y media de la tarde aullaría un perro, y veintiocho minutos después fallecería el segundo.

Conforme se acercaba la hora fatídica las calles de Villa Oruga fueron quedando desiertas. Dentro de las casas comenzaron a escucharse los susurros de inesperadas declaraciones de amor, de confesiones pecaminosas, de solicitudes de perdón, de aclaraciones de malentendidos, de insultos contenidos. La gente libraba sus almas del peso de la conciencia ante la cercanía de la muerte. A las siete y veintinueve se hizo un silencio sepulcral. Tan sólo se intuía el zumbido de los corazones pegados a las ventanas. Entonces se escuchó el aullido del perro y los miradas se aferraron a las manecillas del reloj. Las siete y treinta y cuatro. Las siete y cuarenta y dos. Las madres abrazaban con fuerza a sus hijos asustados y musitaban plegarias. Las siete y cuarenta y cinco. Algunos apretaban los dientes para contener mejor el aliento. Las siete y cuarenta y nueve. Las siete y cincuenta. El señor párroco, arrodillado en la sacristía, daba gracias al señor. Las siete y cincuenta y tres. Isidoro Carabantes, ajeno a sus profecías e incrédulo ante los comentarios, comía un puchero de garbanzos tranquilamente. Las siete y cincuenta y ocho...Las siete y cincuenta y nueve. Las casas de Villa Oruga se convirtieron en una algarabía de llantos y risotadas. Habían sobrevivido. No les había tocado a ellos.

A quien sí le tocó la muerte fue a la familia de Pedro el de la Fuentezuela. El niño mayor, de tan sólo diecinueve años, se había desplomado a la hora señalada. Un paro cardíaco repentino, precisó el médico. Cuando los villanos se acercaron a la casa para dar el pésame traían la cara llena de vergüenza.

Las próximas semanas resultaron tensas. Todos vigilaban de reojo a Isidoro Carabantes, quien seguía con su vida como si nada. Pero el tiempo transcurría sin que se manifestara un nuevo vaticinio, así que los villanos comenzaron con las enmiendas, las preguntas, los insultos y los reproches. ¿Cómo pudiste engañarme con esa puta?, se oía en algunos hogares. ¿Por qué no me dijiste antes que te habías gastado ese dinero? ¿De verdad que me quieres tanto? ¿Qué el niño no es mío? Los villaorugueños se saludaban por la calle con los ojos achicados por el recelo, y no fueron pocos quienes descargaron la culpabilidad a puñetazos.
- No sé de dónde le viene al ser humano esta manía por la verdad cuando le ronda la muerte- se quejaba don Felipe, el alcalde, viendo que su villa se había convertido en un infierno- Lo pecado, pecado está, y se lo confiesas al cura, que para eso está, o te lo llevas a la tumba. Mira lo que pasa ahora. Casi prefiero que Isidoro vuelva a lanzar uno de sus augurios, a ver si se calman los ánimos.

Parecía que el profeta encerrado en Isidoro Carabantes hubiera escuchado al señor alcalde, porque al día siguiente se manifestó de nuevo.
- Hoy, a las nueve y treinta y seis, aullará un perro, y a los trece minutos se morirá el último.

Tal y como había intuido don Felipe Agüera, los habitantes de Villa Oruga recuperaron la calma. La intimidad de los hogares se llenó de súplicas de perdón, aunque pocos volvieron a desnudar las entrañas de su alma. Perdona lo que te dije, no lo pensaba de veras. Después de todo es mi hijo, yo soy quien lo ha criado. Estaba borracho, no sabía lo que hacía. Por supuesto que te perdono. Por supuesto que te quiero.

El tres de julio de 1996, a la nueve y cuarenta y nueve de la tarde, Isidoro Carabantes murió atragantado con un hueso de aceituna. Los villaorugueños respiraron aliviados y recobraron con entusiasmo la incertidumbre de su destino. Bueno, casi todos. El señor cura lloraba y repetía una y otra vez: “señor, por qué nos has abandonado“.

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