jueves, 4 de febrero de 2010

EL ENAMORADO

El Demonio le habló por primera vez, según parece, entre sueños, con una voz remota pero palabras certeras.

- Ya está bien, Higinio, de tanta soplapollez- le dijo.- Te estás consumiendo como una de esas velitas de pastel de cumpleaños, tan menudas y tan tiernas. De aquí a tres días te acabas, fíjate bien lo que te digo. Tres días nada más y ya está, colorín colorado, se jodió, se terminó Higinio Corcuera para los restos.
- Y qué le voy a hacer yo, señor Demonio, si estas cosas le pasan a uno sin enterarse casi.
- No seas tonto, que bien que te enteras. Tu mecha, Higinio de cera, se llama Candelaria- agregó el Demonio con un tono paternal.- Te anda quemando la vida desde hace un rato y ya vas más que reventado, así que apaga la mecha de un estacazo, pronto, y verás si te recuperas. Mano de santo, te lo digo yo.
- ¡Qué cobardía!- se escandalizó.
- ¡Qué valentía!- manipuló el Demonio.

Luego Higinio Corcuera se levantó a mear y la voz se había callado. Se frotó las manos con un jaboncillo perfumado y se aclaró la cara con agua tibia. En el espejo del armario que pendía sobre el lavabo la cara de Higinio tenía una postura propia. Esa no es mi cara, porque yo no sé colocar esa mueca en la cara, pensó. Los ojos del espejo miraban con angostura, como si ya nos les importara más que una franja delgada de la perspectiva, y la boca de la imagen se torcía para un lado y la nariz se levantaba para el otro.

- Ya ni te reconoces, de tan gastado que estás. Eres tú, tú, tú, tú, Higinio, Higinio Corcuera, Higinio querido, Higinio maltrecho, Higinio, agonizante, moribundo. Tres días más y a la caja de pino, al hoyo, te lo advertí, no digas después que no te lo advertí.

La voz del Demonio sonaba ahora muy cerca y formaba un eco susurrante en los azulejos del cuarto de baño. La figura extraña del espejo también se sobresaltó y giró la cabeza. Higinio se fue hasta la bañera y descorrió las cortinas. Escudriñó el rincón tras la puerta, el pié del bidé, y levantó la tapa de la taza del váter.

- No seas puerco. ¿Es que te imaginas que me voy a meter ahí dentro? Soy un príncipe, por Dios.
- Ahora sí que la hemos hecho buena- cuchicheó Higinio al espejo.
- ¿A qué te refieres?
- No, si no hablaba contigo. Era una reflexión en voz alta.
- ¿Una reflexión? Una ocurrencia, dirás.
- Pues eso, qué más da, qué más da que pinten bastos o copas o espadas si no voy a participar en la partida. A los locos nos importa una mierda la propiedad léxico-semántica. ¿Cómo vamos a distinguir las palabras si no distinguimos las cosas que significan las palabras?
- No utilices esa persona verbal. Tú no estás loco, Higinio, simplemente agonizas.
Abrió el grifo del lavabo y volvió a fregarse la cara que le ardía.
- Me cago en la puta. Oigo voces, o mejor dicho, la voz del Demonio, y no la oigo como un pensamiento, la oigo desde afuera, al ladito mío, me entra por las orejas como todo lo demás que oigo.
- Es que estoy aquí mismo, hablándote a la vera.
- Pues te oigo pero no te veo. Ni siquiera te veo a través del cristal. En esas películas se ve a los monstruos en el cristal, y cuando se vuelve la cabeza los monstruos han desaparecido y el corazón se desboca del espanto.
- Yo no soy un monstruo cualquiera, Higinio. Yo soy el Monstruo, el Príncipe de las Tinieblas, el Horror, el Dolor apelmazado en una forma asquerosa. Es mejor que no me veas, por eso te hablo así, de invisible. Si me contemplaras, aunque fuese fugazmente, te entrarían unas ganas enormes de sacarte los ojos con los dedos y morderte la lengua y machacarte la cabeza contra la pared.

Abrió el armario y tomó dos cápsulas de termalgin. Se inclinó sobre el chorro y bebió un rato largo, apartando la boca de vez en vez para respirar.

- Me duele la cabeza- explicó.
- Tú no estás loco. Sácate esa bobada de la mollera. Pero sí estás consumido. Candela te agota los nervios y la sangre se te va a volver pura agua en poco. Tres días y te pondrás igual de transparente por dentro que por fuera.
- Yo la quiero.
- Por eso. También yo quería a Dios y lo tuve que despachar de mi casa, para no volverme de agua.
- Fue Él quien te echó a Ti.
- Para el caso lo mismo tiene. Los dos llorábamos de la pena que nos daba separarnos, pero no cabía otra posibilidad.
- Yo no puedo echar a Candela. Se ha colado en mi vida y ahora no la puedo quitar. Ya no sé cómo se vive sin ella.
- Entonces eres la tortuga del cuento a la que mordió el escorpión en medio del río, Higinio. Pero Candela no es un escorpión común, porque cuando acabes en el fondo de la corriente ella se arranca a nadar y si te he visto no me acuerdo.
- Ella dice que me quiere- defendió vacilante.
- Y porque te quiere te acapara, te ahoga, te estruja, te exprime, te borra. Ya no te reconoces, Higinio. ¿No viste lo que te pasó con ese gesto delante del espejo? Te estás volviendo otro, distinto, un muerto. Te mueres.
- Yo no me quiero morir.
- Entonces mata. Sobrevive.
- No sé... Déjame en silencio. Necesito meditar.

Higinio Corcuera se sentó en la letrina y estuvo cinco minutos con la barbilla metida entre las manos. Luego apagó la luz del cuarto de baño y volvió al dormitorio. Candelaria dormía plácidamente en un lado de la cama, y cuando él se metió por el otro extremo, despacito, sin hacer ruido, ella se le vino en sueños y le abrazó con dulzura.

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