jueves, 4 de febrero de 2010

BREVE HISTORIA DE VILLA ORUGA

En mil novecientos ochenta y seis la villa de Oruga experimentó un cambio brutal. En realidad había sido un pueblo hasta el momento, pero entonces fueron convocadas las elecciones municipales, y tras la retirada de don Tomás Agüera, su sobrino fue elegido como alcalde y se sostendría en dicho cargo durante los siguientes once años.

Don Felipe Agüera de Leandro, socialista del PSOE, era hombre inquieto y engreído, de modo que una de las primeras obras que llevó a cabo tras su investidura fue, en un paradójico afán innovador, sumergirse personalmente en los archivos laberínticos de la historia orugueña que, a duras penas, lograban sobrevivir en un rincón de la mediocre biblioteca del pueblo. Anduvo rebuscando entre papelitos, mamotretos, brumas de polvo y termitas durante varias semanas.

- Esto no puede acarrearnos nada bueno. En Oruga no nos merecemos un alcalde tan listo.
- Qué es lo que estará buscando.
- Vete tú a saber.
- Si está mirando en un libro será algo de muertos.
- Será.

Don Felipe Agüera de Leandro emergió del maremagno de la biblioteca una mañana calurosa, y le dijo a Pepe Galero, el alguacil, que fuera a llamar a Palomo, el viejo que ostentaba la profesión anquilosada de pregonero. El viejo Palomo llegó al rato, escuchó atentamente a don Felipe, y poco después ya andaba por las calles, con su gorra de marinero y su trompetilla oxidada, proclamando, de parte del señor alcalde, que Oruga no era un pueblo solamente, no señor, sino una villa, Villa de Oruga, puesto que tan noble título le había sido concedido, hacia el año mil seiscientos, por el muy ilustre y más destartalado rey de España, don Felipe el Cuarto. A partir de ese anuncio los orugueños empezaron a asumir con mucha pompa y orgullo su papel de villanos, dejando atrás, con alivio, el calificativo confuso y lúgubre de pueblerinos.

En cuanto se refiere a datos geográficos, la villa de Oruga se encuentra desparramada por un repecho, con inclinación del 26%, de la hoya malagueña. No obstante, es uno de esos lugares que no aparecen en los mapas azarosos de la Península, ya que ni da paso principal a ciudades como Málaga o Marbella, ni tiene costa, ni, a pesar de sus habitantes, objetiva relevancia. Por supuesto que la omisión resulta bárbara para algunos villaorugueños, sobre todo para quienes, por una u otra razón, tuvieron que emigrar. Hay mucha gente a la que se le hincha el orgullo cuando están lejos de su casa y abren un mapa y señalan: ¿ves? Yo soy de aquí. Es la misma clase de gente que conecta el vídeo, con las manos sudadas de entusiasmo, para grabar un programa televisivo donde la cámara enfoca, nada menos que durante siete largos segundos, la calle donde viven.

Sin embargo, en el fondo, la mayoría de los villaorugueños reconoce que gran parte de la paz en que transcurre su existencia se debe al olvido topográfico.

- Qué queremos, que se nos llene esto de forasteros. Nanai de la China. Cuantos menos sepan de nosotros mejor que mejor. Nuestra villa no necesita de papeles que constaten su grandeza. Estamos rodeados por un paisaje envidiable, por una sierra de amplios pedrazos y algarrobos y encinas, y por unos vastos campos preciosos, plagados de almendros y de olivos. Tenemos cerca el Río Grande, y hasta la playa queda a pocos minutos en el coche de línea. ¿Qué falta nos hace, entonces, salir en los mapas?

Respecto a los datos arquitectónicos y distributivos, las casas de la villa de Oruga son cuadradas, forradas de cal, de dos pisos y azotea la que menos. La parte antigua de la localidad está intrincada en un laberinto de callejuelas empinadas y plazoletillas, pero en la zona moderna, en la Avenida de Andalucía, en la Avenida de Pablo Ruiz Picasso, en el Parque y en el Barrio Nuevo, se esfuma el espíritu urbanístico del Dédalo musulmán. Ahora se gasta la holgura, la luminosidad, el alivio. Son otros tiempos, otras miras, otra forma de disponer. Son tiempos modernos.

La villa de Oruga tiene dos mil ciento veinticuatro habitantes censados. Incluidos los dos hijos, tres hijas, un yerno, dos nueras y siete nietos de Salvarita la Pelá, quienes llegan de Málaga el viernes por la tarde y regresan a la capital el domingo al anochecer. Y ya quitado del Censo, por supuesto, Gustavo el Pancracio, que se ahorcó en un almendro del Alcaría a mediados de mayo, cuando la romería de San Isidro Labrador.

- No acabo de entender ese apelativo inarrancable del santo. ¿Por qué no San Isidro a secas? Que yo sepa no hay más que un San Isidro, pero todo el mundo dice siempre San Isidro Labrador. Una cosa son los pleonasmos escurridos y otra bien distinta son los descarados, que suelen perdurar concienzudamente.
- Y a mi qué me cuentas. Como si no hubiera problemas más graves que el nombre de un santo.

El suicidio de Gustavo el Pancracio no supone un acontecimiento extraordinario, así que no permanecerá más allá de un año en la memoria de la gente. Esta especie de desidia obedece a que lo de los ahorcamientos es una costumbre que se metió hace muchísimos años, Dios sabrá cómo, en la vida de los villaorugueños. De mes en mes se cuelgan dos o tres personas: se cuelgan jóvenes con el futuro entero por delante, y viejecillas que ya nada esperan de su existencia consumida; se cuelgan padres de familia, y amas de casa, y otros que ya se veía venir cómo terminarían. No hay ni una familia en toda la villa que no haya sido tocada, con mayor o menor certeza, por la suerte del pingajo. Este hábito macabro obliga a la Secretaría del Ayuntamiento a estar en guardia constante con el Padrón municipal. Una vez, en mil novecientos noventa y uno, don Felipe Agüera de Leonardo se fue a Madrid, a un Congreso de Sicología, para que le explicasen las razones por las que tantos se ahorcaban en su feudo político. Factores culturales, factores económicos, factores climatológicos expusieron los sicólogos. Pero en los pueblos vecinos había la misma cultura, y el mismo dinero, y castigaba el mismo sol de justicia, y a sus habitantes no les daba por colgarse a cada dos por tres. Así que don Felipe Agüera regresó de Madrid cargado con tanta intriga como se había llevado.

- No sé por qué se apura, don Felipe. Esto nos hace especiales, ¿no?
- Hay que joderse. Pues mejor sería que tuviéramos otra especialidad menos perniciosa.
- A cada uno le toca lo que le toca.

La villa de Oruga es, en definitiva, un pueblo pequeño; un pequeño pueblo andaluz, gentilicio que implica que sus dos mil ciento veinticuatro habitantes estén encerrados dentro de las ramas de un mismo pero inmenso árbol genealógico y, a la par, que se ejerciten con impertinencia en el pasatiempo de la curiosidad. Parece que sus casas se comunican igual que los tramos de una red telefónica: un primo le cuenta al otro, que le dice al cuñado, que le anuncia al consuegro, que se lo cuenta al yerno, que le notifica al compadre... En la villa de Oruga se tiene una ocurrencia y al minuto se extiende por todos los rincones. Cada habitante constituye uno de los nervios de una mente colectiva. Por eso no hay secretos. Las historias ajenas se conocen con tanto detalle como las propias. Y se comentan y se juzgan.

El gentilicio andaluz también implica resignación. Se dice que hay un antes y un después en la idiosincrasia de los andaluces, una pauta que marcó en sus almas este rasgo distintivo. Esa pauta es la frase de la madre del rey moro Boabdil: llora como una mujer por lo que no has sabido defender como un hombre. Desde entonces el andaluz es el arquetipo de la resignación, aun cuando canta con la guitarra, o delante de un vaso de vino manzanilla. Pero éste es otro tema.

El caso es que a ninguno de los habitantes de la villa de Oruga le pilló por sorpresa cuando, en febrero de 1994, se publicó un libro titulado Los márgenes de la realidad. En el capítulo segundo el autor, un trotamundos noruego llamado Morfen Onirsen, elabora una lista de lugares míticos, y sitúa a la villa de Oruga entre la Atlántida y Macondo. El noruego asegura que después de varias semanas vagando por la costa mediterránea no llegó a toparse con un solo resto de la Villa, ni mundano ni espiritual. Más aún, me di cuenta de que a mis preguntas al respecto los lugareños torcían la boca con desagrado y me miraban como se mira a los locos. El señor Onirsen afirma que buscó desde la ribera del río Alhama hasta la sierra de Alozaina, desde el Parador Nacional del Juanar hasta las faldas de Coín. Dio la importancia debida a cada caserón abandonado, y puso especial interés en los carriles maleados. Finalmente tuvo que concluir que la villa de Oruga nunca había existido fuera de la imaginación.

La Diputación Provincial de Málaga, atañéndose a los informes del señor Onirsen, ignoró toda la documentación que existía hasta el momento y revisó los censos catastrales para adecuarlos a la nueva realidad. Nadie se planteó que esta maniobra pudiera constituir una gran prevaricación, así que la manipulación logró que la villa de Oruga se extinguiese más allá de sus fronteras. ¿Por qué nadie alzó la voz? ¿Por qué nadie acusó al escritor noruego de farsante, o a la Diputación Provincial de desidia? No hubiera sido una tarea difícil, pero tal vez los villaorugueños preferían ser olvidados definitivamente. Tal vez sentían vergüenza de las cosas que les pasaban. Esto son meras especulaciones, aunque quien tenga ojos para ver que lea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario