martes, 12 de mayo de 2009

LAS TRAGEDIAS


LAS TRAGEDIAS



En torno a mis ojos se cierne una cortina de gasa lacrimal. Sus hilos encajados van deslavazándose conforme penetran la masa de mis globos oculares. Una vez dentro de mi cuerpo, completamente deshecha la antigua composición, los hilos circulan y se retuercen invadiéndome el cerebro en un millar de cauces menudos, finos, dolorosos. El cerebro acosado, fatigado, se contrae y comienza a emitir pulsiones nerviosas que recorren la sangre en busca del pecho. Y allí, en el pecho, es donde se forma el llanto. O tal vez sea el llanto el que provoca esta cortinilla en mis ojos. No sé. A través de esta bruma calenturienta, atormentada, negra y palpable, adivino la vasta extensión de maleza y desconcierto. Las mujeres corren, gritan, alborotan. Incluso los hombres están llorando. En el cielo un sol inabarcable y henchido de fuego castiga la respiración de la piel, oprime la quietud de las montañas, arranca brillos clorofílicos del suelo y desparrama por el borde de los lomazos una sintonía de gotitas de oropel. De vez en cuando llegan unas rachas de aire hirviendo rodando por la pendiente de la sierra como espíritus de moscardones y se meten en la carne y la aflojan. Vienen de andar un largo trecho. Han cruzado campos y mares desde que partieron de las mazmorras de Eolo. El rey vigilante se ha echado a dormir y los vientos se fugan. También cae por la pendiente escarpada un cuerpo muerto. La dejadez de su peso machaca la bravura de algunas esparragueras y da tremendos trompazos contra algunos algarrobos, pero el cuerpo continúa descalabrándose cuesta abajo sin que parezca importarle. Los brazos y las piernas se le enredan en contorsiones inverosímiles, de trapo, y entre bote y bote se sueltan y simulan un saludo triste. El cuerpo muerto, por fin, gana el descansillo donde estoy y se detiene. Ha quedado panza arriba. Una hebra arcillosa le cuelga en el centro de la frente, dividiendo en dos hemistiquios simétricos la metáfora de su cara blanca y su expresión inexistente. Es Sípilo, es Sípilo. En el contorno de la nariz siento una leve caricia caliente.


-Es el primero,¿verdad?
-¿Cómo dice?
-Que si es...
-¡Oh! Sí, sí. Disculpe.
-Se le nota. Siempre se nota. Yo fíjese, ya voy por el sexto y no termino de acostumbrarme. Hay cosas a las que uno no se hace nunca, pero aun así ni por asomo el pánico de la primera vez. Me entraban ganas de reír, de llorar, de patear las paredes, qué sé yo. Había una cosa ardiéndome dentro que no veía la manera de soltarla.¡Horrible! Pero luego, cuando los coges en brazos, la recompensa es sobrada. Es una sensación inefable.
-¿Tiene usted seis hijos?
-Cinco y el que viene.¿Le importa que le tutee?


Las mujeres están desquiciadas. Se martirizan con golpes sordos en el pecho, se arrancan grandes puñados de pelos con las manos aterradas. Aunque saben que no van a ninguna parte siguen corriendo, o se arrastran por la hierba y los racimos de ortiga. Algunas desgarran sus finas túnicas, revelando la blancura de sus muslos blandos y la tensión de sus pechos amedrentados. Intento averiguar entre esas figuras gesticulantes una que sea mi madre. No pretendo su protección, ni su consuelo. Es un mero impulso de búsqueda, una ansia refleja. Compongo un cuadro imaginario y voy tomando cada una de las figuras y probándolas para ver si encajan dentro de los trazos de ese cuadro. No, esa no; ella lleva un semblante más perjudicado; dá más roncas voces, suplica con mayor vehemencia a la diosa, a todos los dioses; sus párpados se repliegan con superlativo alucinamiento y a sus pupilas las envuelve otra niebla de desesperación como la que a mí me ciega. No cabe otro dolor como el dolor de mi madre. Voy desechando uno a uno todos esos bultos agitados. Entretanto se desploman cerca dos cuerpos fundidos en uno sólo, Fédimo y Tántalo. Los hilos de la cortina se aprietan tanto que apenas me dejan ver. Me restriego las sienes violentamente con las palmas de las manos y sigo buscando a mi madre antes de que esa tela de angustia me ofusque completamente.


-Encantado Félix. Yo soy Pedro Quindós.
-Pues sí, Pedro, familia numerosísima. Luis, Paco, Antonio, Vanesa y Jonathan. La niña se va a llamar Jessica.¿Lo tuyo qué va a ser?
-Niño. Yo quería ponerle los nombres de los abuelos, Juan Rafael, pero mi mujer dice que ni hablar, que en estos tiempos es un trauma para la criatura. Y al final Cristian.
-Siempre se salen ellas con la suya. Parece que tengan un derecho exclusivo en estos temas. A mí lo de los nombres nunca me ha importado, la verdad. Pero hay otras cosas...La educación, por ejemplo. Ya te irás enterando. Hay muchas veces que las oyes decir pregúntale a tu padre, pero con los ojos, en realidad, están susurrando pero haz caso de lo que yo te diga. Nosotros ni pinchamos ni cortamos.¿Fumas?
-Estoy dejándolo. Elisa, mi mujer, dice que los primeros años de un niño son los más importantes en su educación, y que a la larga copian todo lo que ven en sus padres...Elisa es pedagoga...Llevo dos semanas como dos eternidades en el infierno.
-¡Vaya! Yo llevo intentando dejarlo un rato largo, toda la vida, creo. Todas las mañanas nada más poner los pies en el suelo, con los ojos todavía enlegañados, tiento la mesita de noche y me digo: Félix, éste va a ser tu último paquete. Pero luego consigo arrancarme toda la porquería de la garganta y después del desayuno ya se me ha olvidado la promesa. Falta de voluntad. Cuando uno quiere dejarlo realmente lo deja, así que yo no debo querer. Fumar no sólo es un placer, como decía la Sarita, sino que en ocasiones es un verdadero sedante. En estos trances, fíjate, mano de santo. Ahora me quitan el paquete de tabaco y me tiro por la ventana.
-¿Sabes? Creo que me has convencido.
-Claro, hombre, claro. Si de algo hay que morir. Ya verás como te calma el humo.


Por fin intuyo entre la muchedumbre uno de los rasgos que se acoplan perfectamente al retrato de mi madre. Es un gemido, un ruido lastimoso, incoherente. Los sonidos revientan por la boca como chasquidos que pretenden demostrar un angustia interina, un dolor inmenso. No componen palabras, no dicen casa, o árbol, o hijo, o dioses, y sin embargo tienen un hondo sentido, forman un lenguaje claro cuya comunicación se limita a un sufrimiento infinito. Es el idioma esotérico de la desesperación lo que brota de su boca palpitante.¡Madre!¡Madre!,la llamo. Mi reclamo se confunde con el reclamo de una voz conocida. Miro alrededor, pero ya casi no veo. Las lágrimas y la angustia no me dejan ver. La voz continúa diciendo ¡Madre! cuando yo me quedo callado. Es una vibración descompuesta, quebrada y gargajosa, pero es la voz de Damasicton.


-Ellas están ahí dentro, despatarradas, sufriendo lo suyo, sí señor, y se figuran que nosotros mientras tanto estamos tan campantes. No les falta ocasión para que te lo reprochen, sutilmente, eso sí, que bien sutiles son cuando se meten con nosotros.¿Qué sabrán ellas el mal trago que pasamos? Que sólo ellas saben lo que son los dolores del parto...¡Ya! Éste es uno de los mitos más grandes que se inventan las mujeres.


Oigo el trote lejano de unos caballos y unas voces arreándoles imperiosamente. Serán jinetes armados. Habrán salido en jauría por el amplio portalón de las murallas. Pero cuando lleguen auscultarán toda la serranía utilizando la mano de viserilla, los caballos darán vueltas sobre sí mismos en el llano sin saber cómo romperlas, y mi padre, asombrado, lleno de indignación, les azuzará para que no se detengan, para que ataquen, para que destruyan, para que venguen. Son los dioses, Alfíon; nada puede hacerse contra la voluntad de los dioses, le dirá alguno de sus generales. Y mi padre también llorará desconsoladamente. Esto es sin duda lo que sucederá cuando se acerque el trote de la caballería.


-Y que lo digas. Yo ya no sé ni cómo ponerme. Me duele todo de los nervios que tengo.


Alguien tropieza y echa a rodar una antorcha hasta un bojedal. Las hojas verdes crepitan segregando una espumilla negra y se retuercen antes de prender. El fuego crece pronto y va apoderándose de las esparragueras con volúmenes cambiantes y se agarra con furia a los cuerpos de algunos algarrobos. Inmediatamente se forma una bruma negra y canora que torna aquellos bultos desquiciados en esbozos de fantasmas .Ahora sí soy un ciego y
no obstante percibo la presencia de mi madre con mayor claridad. Está a mi lado.


-Por supuesto, pero ellas no lo comprenden. Ellas sólo entienden una clase de dolor, el de la carne, y eso que presumen de una mayor sensibilidad. Así que nosotros ni sufrimos ni padecemos y conclusión, que si el niño es más mío que tuyo, que si nosotras parimos nosotras decidimos, que si gaitas.¿Qué sabrán lo que siente un hombre si nunca han sido uno de ellos?



Una mano me aferra el antebrazo con fuerza ciclópea, descomunal. Es ella. No puedo verla pero la siento. Sólo ella puede tener ese tacto desesperado y ese nervio inundado de una potencia atroz. Sólo ella padece tanto y es capaz de transmitirme su tremendo amor con un apretón agresivo. Ilioneo, Ilioneo, me llama como si no supiera donde estoy.¿Por qué?¡Malditos hijos de puta!¿Por qué? Grito levantando al cielo mis ojos muertos. Y en este instante experimento un calor mordiente clavándose en mi espalda.

La puerta de la sala de espera se abrió y entró una enfermera de rostro ratonil.
-¿Señor Pedro Quindós?
-Soy yo.
-El doctor Mendoza quiere hablar con usted.
-¿Ha nacido ya mi hijo?
-Señor Quindós...lo siento pero...-dijo la enfermera arrugando su hociquillo.

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