lunes, 11 de mayo de 2009

EL CICLOMOTOR



EL CICLOMOTOR



Santiago Idiakez era un joven pamplonés de diecinueve años alto y delgado, dotado de una inteligencia práctica y de unos andares chulescos. Caminaba por el centro del Paseo Sarasate sin mirar hacia los bancos laterales, a los reyes de piedra ennegrecida por el tiempo y las palomas, ni a las mozas que pasaban por su lado, y cuando llegaba a la soberbia estatua de los Fueros giraba a la izquierda para tomarse un mosto o un café en alguno de los bares de la Plaza del Castillo .Luego compraba algún periódico en el quiosco de los porches y, tras enrollarlo meticulosamente, se lo colocaba bajo el brazo y se iba por la avenida de Carlos III con un gesto intelectual.
A Santiago Idiakez, como era hijo único, lo mimaron desde siempre. Su padre era un jurista renombrado -él seguiría sus pasos- y su madre había nacido en una rancia casa con escudo de la calle Estafeta, así que medios no les faltaban; por eso no dudaron en regalarle un espléndido ciclomotor cuando Santiago trajo aquellas calificaciones: todo notables y sobresalientes y una matrícula de honor en Derecho Natural.
Después de recorrer varias tiendas acompañado de su padre se decidió por uno. Tenía la chapa de un negro brillante y las letras de la marca eran rojas y contorneadas por una franja dorada. Los puños eran de goma espuma y las manetas de los frenos estaban forradas con una capa de plástico azulado. Aunque las ruedas eran estrechas y menudas, estaban coronadas por unos guardabarros sorprendentemente robustos que las amparaban disminuyendo el efecto de su pequeñez. El tanque abombado de la gasolina tenía una capacidad de hasta cinco litros y medio, pero apenas abultaría entre las rodillas debido a su tenue curvatura elíptica.
-Es bonito-dijo el padre.
Santiago tenía los ojos iluminados y las manos trepidantes porque deseaba montarlo inmediatamente.
Firmaron un cheque, subieron el ciclomotor en un remolque y se fueron a los descampados del barrio de San Juan para que Santiago aprendiera a manejarlo. Allí había un carril polvoriento que semejaba un circuito con forma de rectángulo. Tuvo que arrancar el ciclomotor su padre porque Santiago no sabía hacerlo. El sonido era suave y pulcro.
Santiago Idiakez se sentó en el sillón esponjoso y su padre le recomendó cuidado. Avanzaba al principio a ráfagas, como si le dieran violentos empujones inesperados por la espalda. Luego aprendió a controlar aquellos tirones y se movía con continuidad. Notaba el viento apartándose a su paso y cómo la tierra le comunicaba su latido agitándole el cuerpo. Apretó las rodillas contra el chasis y retorció el puño del acelerador levemente. Cada vez que pasaba junto a su padre le veía gesticulando en medio de un remolino de aspavientos para que no corriese tanto; sin embargo la figura desaparecía inmediatamente y no volvía a mostrarse hasta la vuelta siguiente. Había aprendido a manejar el ciclomotor con facilidad y se sentía satisfecho y poderoso. La aguja sólo marcaba cincuenta kilómetros por hora. Apostaría a que era capaz de subirla hasta el tope máximo sin ningún esfuerzo.
Comenzó a acelerar y su padre se convirtió en una silueta desdibujada y sin importancia, como otra cualquiera. Tal vez ni siquiera estaba allí. Tal vez no se trataba más que de un árbol, o de un montículo en la cuneta del camino. La aguja del marcador temblaba señalando ochenta kilómetros por hora, la máxima velocidad, pero Santiago Idiakez no la creyó. Se sentía uno con el ciclomotor, un ser único con un sólo corazón y una sola sangre. Él podía correr más, estaba seguro.¿Por qué no habría de hacerlo el ciclomotor si era una parte de sí mismo? Sí que podría. Aquella aguja no era más que una trampa, un artilugio mentiroso. Pero a él no le había engañado.
Retorció más y más el puño .Al principio no se dejaba, pero luego de la insistencia de Santiago acabó cediendo con resignación, igual que si le hubieran descubierto y no le quedase otra alternativa que confesar.
El ciclomotor tembló bruscamente, indeciso, y después aumentó su velocidad y aceleró más y más.
Las imágenes del entorno se difuminaron y se convirtieron en una sucesión de líneas policromadas. La exaltación del padre, el cauce caprichoso del camino, la soledad del descampado y la frontera donde comienza el azul del cielo, se fundieron en el mosaico coloreado. Santiago comprendió lo que había ocurrido y, como ya no cabía otro remedio, decidió seguir acelerando hasta el final del tiempo.

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