jueves, 4 de febrero de 2010

UN PERCANCE

- Yo voy contigo- dijo Jeromín echando a correr detrás de Germán.
- Tú no puedes venir.
- ¿Y por qué no?- preguntó con un quiebro de súplica.
- Porque no.
- Andaaa, porfaaa- insistió.
- Está bien, haz lo que quieras.

Era julio. Aunque el sol apenas levantaba un palmo por encima del horizonte gris, ya lucía sobre la hoya malagueña henchido de un fuego pletórico. El aire, atosigado, estancado, se convertía pronto, especialmente en esta época del año, en una bruma palpable y reverberante que difuminaba los contornos a las cosas y, no obstante esta aparente vibración, provocaba en el ánimo de las personas la inquietud desalentadora de la inmovilidad. Los andares, los sonidos, el tiempo, los reflejos de la luz, los pensamientos, las palabras... Cualquier movimiento parecía ralentizarse hasta cobrar un talante casi estático bajo el embrujo del calor sofocante. Los hombres que salían al campo, muy temprano, para coger almendras, ya tenían que llevar la cabeza protegida con sombreros de paja de ala ancha. A su lado andaban ya los mulos abochornados, con el paso jadeante, y correteaban los perrillos ya con la lengua afuera. Quienes permanecieran en el pueblo buscarían refugio en las sombras de sus casas, sin atreverse a salir al solano más que cuando fuera estrictamente necesario. Las calles se quedaban vacías aquellos días y como incendiadas, y si algún ángulo vergonzante de la materia rogaba para arrancar una sombra al imperio de la luz, tan sólo obtenía por limosna unos manchurrones exangües que apenas servían de cobijo para unas cuantas moscardas y aludas.
Los niños salieron de Oruga por la cuesta del Puerto y a la altura del portalón herrumbroso del cementerio tomaron el carrilillo de la izquierda. En esta parte la pendiente era mayor y el suelo más tratado y descompuesto. El caminucho subía serpenteando hasta coronar la loma, donde se tornaba una recta más ancha y decreciente que bordeaba todo el monte e iba a dar a un lado de la Peana, la Ermita del Cristo. Los niños repecharon por la cuesta fatigosamente y al llegar a la cima del cerro se pararon unos instantes a descansar. La bola del sol seguía creciendo y levantándose por encima de los campos.
A varios metros de donde se habían detenido los niños, en la margen derecha del camino, había un viejo flaco y largo estirando la malla indómita del fardo alrededor del tronco de un almendro. Cuando les vio aparecer por el camino detuvo su labor y se les quedó mirando receloso.
- Adónde iréis vosotros a estas horas- dijo con una voz sorprendentemente ronca.
- A buscar nidos vamos, Santiago- replicó Germán.
- Seguro que sí, seguro. Mejor estaríais haciendo algo de provecho. Con vuestra edad yo hasta en las orejas tenía padrastros de tanto rebuscar almendras. Ahora como os lo dan todo al morro, pues eso es lo que pasa, todo el santo día holgazaneando.
Germán dirigió un gesto de complicidad a Jeromín y reanudaron la marcha ignorando al campesino. El hombre estuvo vigilándolos hasta que se metieron por una curva, y luego volvió a agacharse sobre la verde red.
Los niños bajaron trotando el último trecho hasta la Ermita del Cristo, donde se pararon para beber de un venero. Después se precipitaron a campo traviesa por la cara escarpada de la Cuesta del Río. El pecho era profundo y enormemente inclinado, casi barranco, y en su fondo había una suerte de cañada en la cual aparecía y desaparecía un arroyuelo según la época del año. Ahora el suelo estaba seco y duro.
- Lo mejor es que nos separemos- recomendó Germán resoplando cuando estuvieron bastante retirados del camino de la Cuesta del Río.- Así tenemos más oportunidades que yendo juntos.
Se alejaron varios metros el uno del otro y empezaron a escudriñar escrupulosamente las copas de los árboles desde abajo, y al cabo de dos o tres minutos Germán gritó.
-¡Mira! ¡Aquí hay uno!
Jeromín se acercó corriendo al pie del árbol donde estaba su amigo.
- Es verdad.
Germán trepó a brincos por la cáscara rugosa del almendro y se encaramó en una de las ramas más altas, provocando con el meneo un chaparrón de hojarasca, polvillo y frutos que golpeó la cabeza expectante de Jeromín.
- Ten más... cui... dado... hombre... que... que... me vas a... matar- balbuceó frotándose los párpados.
- Venga ya, a qué estás esperando.
Jeromín le siguió despacio, poniendo una vigilancia meticulosa en cada uno de sus movimientos, y se colocó con minuciosidad a su nivel. Estiró levemente el cuello, con los ojos brillantes, y sonrió encantado.
- Están las crías –dijo.
-¡Sssss! No las vayas a espantar- advirtió Germán.
- Qué pequeñas y feas son- susurró.- Están casi peladas. ¿A que son verderones?
- Anda ya, qué van a serlo. Son jilgueros. Se les nota porque tienen el pico de embudo, ¿no ves?. Los verderones lo tienen en forma de gancho, igual que las águilas pero más pequeño.
- ¿Tú has visto algún águila de cerca?
- Pues claro. En el Hornillo hay un tajo lleno de nidos.
- Yo no he estado nunca en el Hornillo.
- Mi padre tiene un campo allí. Si quieres un día te vienes y lo ves.
- Bueno.
Germán asomó un dedo por encima del nido y contó las crías.
- Cinco- dijo.
- Pues yo pensaba que los jilgueros eran más bonitos.
- Y lo son. Lo que pasa es que éstos son crías. Cuanto más feos están ahora más bonitos se ponen luego, como los perros. Les salen unas plumas rojas y amarillas y negras por todo el cuerpo, y cantan terriblemente bien.
-¿Mejor que los canarios?
- Eso depende de los gustos- contestó Germán después de una breve reflexión.
El sol continuaba lanzando sus lazos de fuego sobre el tiempo y el espacio. La sensación de lentitud desesperante que producía este aprisionamiento era acentuada con la nota aburrida de las chicharras. Aquella melodía ramplona y enervante tan sólo era enriquecida de vez en cuando con el estruendo remoto de algún estacazo. Eran los golpes de los hombres que estaban vareando los almendros abajo, en la falda del cerro.
Los niños comenzaron a agitarse en medio de la fronda del almendro. Se rascaban con las uñas la piel irritada por el polvo menudo y los piojillos, pero cuanto más se rascaban, arañándose incluso, más les picaba.
- Mi padre dice que si tocas el nido la madre lo nota y se aburre, y deja que las crías se mueran de hambre- comentó Jeromín.
-¡Bah! Eso lo dice porque no entiende e campo. Yo he tocado millones de nidos y nunca ha pasado nada de eso.
Jeromín sopesó aquella respuesta despacio y llegó a la conclusión de que su amigo estaba en lo cierto. Su padre no podía entender de campo porque era el médico, y los médicos sólo entienden de catarros y paperas. En cambio el padre de Germán tenía tierras en la Loma, en el Alcaría, en Punta Umbría, en el Hornillo y en Arroyo Santo. Los médicos no cogían almendras, ni naranjas, ni verdeaban, ni iban a quemar leña. ¿Cómo iban a entender de campo? Probablemente su padre ni siquiera se sabía los nombres de las distintas clases de almendras. Para demostrarle a Germán que estaba de acuerdo con lo que había dicho tocó el nido con la punta de los dedos, y no obstante replicó:
- Mi padre es un gran médico.
- Sí- concedió Germán -, pero los médicos no distinguen un conejo de una liebre. ¡Vamos!- apremió bajando al suelo de un salto. Jeromín descendió con la misma cuita que había subido, abrazándose al tronco y dejándose resbalar. Una vez abajo se entretuvo sacudiéndose la cascarilla que se había prendido en la camisa y en el calzón. Germán le aguardó sentado a la sombra de unas chumberas.
-¿Ya no vamos a buscar más?- preguntó Jeromín acomodándose a su vera.
- Yo por lo menos no. Tú si quieres puedes seguir.
- Qué pronto te has cansado.
- Cuando ves un nido es como si los hubieras visto todos.
-¡Vamos a buscar uno de pájaro carpintero! Esos son distintos, ¿no?
- Oye... mira... lo que pasa es que... bueno... yo no venía a buscar nidos en realidad.
-¿Ah, no? ¿Y a qué venías entonces?- preguntó Jeromín. Germán le estudió en silencio, inquisitivamente.
- Es un secreto- dijo.
- Cuéntamelo.
- No seas tonto. Los secretos no se cuentan porque entonces ya no son secretos.
- Pues a mí me han dicho miles de secretos y todavía son secretos.
Germán volvió a escudriñarle con los ojos achicados.
- Además, no estoy seguro de que a lo mejor se lo dices a alguien- tanteó.
-¡Qué va!
-¿De verdad?.
- Sí.
- Tienes que jurarme que no se lo vas a decir a nadie.
- ¿Qué es?
- Primero me lo tienes que jurar- insistió.
- Está bien.
- Di lo juro.
- Lo juro.
- Pero júralo por algo.
-¿Por qué quieres que lo jure?
- No sé... –dudó Germán.- Júralo por tu madre.
- Lo juro por mi madre.
- Y por tu padre.
- Lo juro por mi madre y por mi padre.
- Júralo por que te caiga un rayo en la barriga y te reviente el ombligo y te saque las tripas.
- Lo juro por que me caiga un rayo en la barriga.
-¿No tendrás los dedos cruzados?
- No.
- Está bien- se acabó de convencer.- Mira- dijo señalando un bulto que tenía escondido en la camisa.- Estaba en un cajón de mi padre.
-¡Es una pistola!- gritó Jeromín.
- Calla bruto- reprendió Germán con la cara blanca.- ¿Es que quieres que nos oigan?
- Aquí no hay nadie.
- Cómo que no. Fíjate abajo del barranco. Están el Tomás y el Miguel vareando.
- Es verdad.
Jeromín tomó el arma con una precaución exagerada y preguntó si funcionaba.
- Creo que sí. Además tiene balas.
-¡Es fantástico! Podríamos ir a matar liebres. Yo sé donde hay un cagarrutero. Me lo enseñó el Jacinto un día.
- Vale, pero la disparo yo, que para eso es e mi padre.
-¿Sabrás manejarla?
- Pues claro, es lo más fácil del mundo.
Germán cogió el arma y empezó a darle vueltas, presumiendo. En uno de los movimientos el hierro del cañón se encendió, tembló, y escupió un fragor retumbante. Inmediatamente llegó del fondo de la cuesta un quejido lastimero.
-¡Es el Miguel!- dijo con los rasgos del semblante trastocados.- ¡He matado al Miguel!
Jeromín ya se había echado a correr frenéticamente pecho arriba, y Germán no tardó en arrojar el arma y secundarle. Cruzaron a brincos hasta el carril de la Cuesta del Río y luego bajaron sin parar hasta Río Grande. Apenas podían respirar bajo el fuego implacable del sol, pero no se detuvieron hasta alcanzar el cobijo de los eucaliptos en la explanada donde se plantaba en mayo la romería de San Isidro. Se derrumbaron extenuados, boqueando con violencia, mirándose con los ojos alucinados.
- Tal vez no esté muerto del todo- aventuró Jeromín después de unos instantes.- A lo mejor sólo le has dejado tuerto.
-¿No has oído como chillaba? Creo que le he dado en medio del pecho. Está más que muerto. Vaya paliza me va a dar mi padre cuando me coja.
- Seguro que nos llevan presos y nos cortan las orejas.
- A los niños no los meten en la cárcel. Se los llevan a la Rusia y los dejan en medio de los rojos para que se los coman.
-¿Y tú cómo sabes eso?
- Todo el mundo lo sabe- explicó encogiéndose por los hombros.
Una brisa ligera salió del espejo del río y tuvo tiempo de alborotar el suelo de arenilla y hojas caídas de los eucaliptos, y de refrescar levemente sus cuerpos sudorosos antes de ser devorada por el áspero mantón de la flama.
- De todos modos tendremos que volver a Oruga, digo yo- murmuró Jeromín.
- Sí, de todos modos nos cogerían- concedió Germán tristemente.

Río Grande, manso y disminuido, discurría unos metros más abajo de donde estaban con un rumor suave y flemático. El murmullo fue acaparando el silencio veraniego.

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