domingo, 10 de mayo de 2009

EL LOCO



EL LOCO



Dicen que Villa Oruga, como todos los pueblos, tiene su propio loco, pero yo no acabo de convencerme de que en este caso sea cierto, porque cada vez que alguien le grita al hijo del Buda: ¡Eh, loco, cuéntame la historia del Cielo!, él responde lo siguiente:

- Está bien. Escucha. Hace miles de años, millones de años, millones de millones de años, apenas unos instantes después del principio de los tiempos, sólo había un átomo gigantesco viviendo. Sólo Él colmaba la existencia, lo era todo, y su consciencia se extendía como una infinidad y no dejaba espacio para ninguna otra forma de inteligencia que no fuera la suya. Y el cuerpo interminable del superátomo era últimamente de perfiles angulosos, costroso, cortantes, y estaba menguando. Tenía las mejillas de su inmensa cara enormes, grises y consumidas; la piel de la frente verdusca, delatando una anemia hondamente arraigada; la magna lengua torpe, zopenca, como de sapo viejo. También tenía el superátomo unos bultos cárdenos y blandos abombándole la cabeza caprichosamente. Y en medio de aquel semblante infinito de curiosa policromía se adivinaba una mirada recóndita, débil vestigio de una fortaleza y de un esplendor pretéritos. En efecto, el superátomo estaba grave desde hacía eternidades. Se estaba muriendo porque tenía los intestinos y el colon hinchados y enfermos de radiactividad. Sus andares se volvían lentos y desazonados, movimiento tras movimiento. Lo primero que hacía cada mañana, al despertarse, era desperezar sus miembros magullados con un tiento medroso para no descoyuntarse. Después se enjuagaba el aliento rancio y se echaba a pensar en su mala suerte. Mira que agarrarme semejante enfermedad, con lo poderoso que yo soy, se decía. Entonces se daba media vuelta en su lecho y empezaba a brotarle por el ombligo una madeja incesante de perfumes de descomposición. El superátomo barruntaba que estaba podrido por dentro, que no aguantaría un día más, que ya tenía disfrutado y padecido todo lo que es posible disfrutarse y padecerse, que sanseacabó, que por fin había llegado el momento de su muerte. Y mi muerte será la única muerte porque mi vida es la única vida, pensaba. Y después de mi desaparición ya no existirá mi soledad, ni el hastío que ha germinado en mi corazón con la forma de un cardo del exterminio. Ya no sentiré el dolor inconsolable de mi orfandad desconsolada, porque dentro de la inexistencia la soledad y la compañía, y el sueño y el desvelo, y la sombra y la luz, y el regocijo y el aburrimiento, se convierten en la misma baratija, y lo que no es acapara la presencia de lo que fue hasta transmutarlo en lo que nunca fue. Realmente el superátomo estaba moribundo y deliraba.
Cuando el empuje de la radiactividad se hizo incontenible dentro del superátomo las vísceras ulceradas terminaron de pudrirse y reventaron. Los dolores fueron inmensos. El superátomo falleció de un vómito gargajoso, y su descomunal cuerpo, aliviado de sufrimiento, cayó rotundamente sobre el suelo de la nada. El último estertor de sus miembros, el último gorgoteo en su garganta, y el último rechinar de sus párpados se habían conjurado para ceñir el silencio con una nota grave y tirante. Luego de aquella postrera tensión, que algunos han llamado onomatopéyicamente Big-Bang y otros Catapún, el superátomo fue tragado por las mandíbulas acechadoras del olvido y reinó la inconsciencia.
No hubo quien enterrara al inmenso cadáver, y como los muertos a la intemperie se deshacen muy rápido, los trozos de la carne corrompida se despegaron inmediatamente del esqueleto y se fueron desparramando por el vacío y lo fueron sembrando. Los trozos desperdigados del superátomo fueron germinando de este modo los cúmulos de las galaxias y se formó un Universo, aunque todavía sin matices. Y como no hay mal que por bien no venga ni que cien años dure, la vida manó, pronto, con el ímpetu de la venganza, sobre uno de los pedazos rumbeantes del superátomo muerto. Fue un parto difícil del que nacieron tres hijos. Los trillizos se llamaron Caos, Eros y Gaia.
Resulta que Gaia empezó a aburrirse pronto de la compañía soporífera de sus hermanos, así que para entretenerse se puso a engendrar a Urano, a las Montañas y al Ponto. Tanto el Ponto como las Montañas desarrollaron un temperamento huraño y un aspecto desagradable, pero Urano se convirtió en un joven asaz cariñoso y atractivo, y siendo su madre una descarriada, fue inevitable que se abandonasen a un juego de relaciones incestuosas. Cualquier encuentro casual acababa en un enredo de carnes húmedas y jadeos estrepitosos. Cualquier roce desembocaba en un encuentro de caricias vertiginosas... De estos amoríos con su propio hijo Gaia se iba quedando preñada, pero ni el Océano, ni Ceo, ni Crío, ni Hiperión, ni Tea, ni Jápeto, ni Rea, ni Febe, ni Temis, ni Mnemósine, ni Tetis, ni los Cíclopes, ni los Hecatonquiros, ni Cronos, conseguían nacer, ya que el joven Urano, experimentando un infundado odio parricida, los eliminaba mediante artimañas ginecológicas. Sin embargo un día, uno de los vástagos nonatos, harto de su cautividad ventral, perdió la cordura, reventó la barriga de su madre, y le cortó los cojones a su padre-hermano. Fue Cronos.
Cronos liberó al resto de sus hermanos del vientre de Gaia y se casó con Rea. A continuación se proclamó Emperador del Universo –es una ley natural, un imperativo incuestionable de las revoluciones, que todo libertador asuma el poder derrocado. Y alzó el bastón del Tiempo para exhibir la magnificencia y solidez de la nueva autoridad. El discurso de muchos años de reinado enseñó a Cronos la costumbre morbosa de devorar a sus hijos-sobrinos. Algunos aseguran que estaba tan avergonzado de su vileza que llegó a rebautizarse con el nombre de Saturno para que no lo reconocieran por las amplias avenidas de su reino. Yo creo que esa afirmación es una ingenuidad. Cronos había perdido la razón antes de nacer, dentro del vientre de Gaia, como consecuencia del acoso de Urano. Si estaba loco, ¿cómo iba a avergonzarse? Los locos no podemos apreciar nuestra locura, así que no podemos sentir su vergüenza, ni su vicio, ni su virtud. Por eso yo creo que a Cronos le importaba un comino los dimes y diretes de sus conolímpicos. Su cambio de nombre, si es que se produjo, obedecería a un mero afán estético, o a un anhelo de renovación, como esos que van de Pepe a José antes de emprender una nueva vida.
En fin, Saturno se comía a sus hijos para desayunar, para almorzar o para la cena. Los aderezaba con ramas de perejil, con laurel, con albahaca, con romero, con tomillo, con espliego, con flores de azafrán, con conejos, con lechones y con cabras. Rociaba los potingues con una fina salsa de ambrosía y se entregaba a un yantar vehemente. Incluso rebañaba los platos con la lengua ansiosa y una postura de insaciabilidad en los ojos. Rea criticaba frecuentemente la actitud de su hermano-primo-marido, pero Saturno, lejos de atender a sus argumentos, los tomaba como incentivo para el crimen. Finalmente llegó ese día en que los brazos del destino refluyen a un mismo cauce para formar un solo momento con todos los momentos; uno de sus hijos se rebeló contra él igual que él se había rebelado contra su padre. Saltando del plato atajó con furia la demencia de su padre-tío-tíoabuelo. Fue Zeus, Dios de todos los dioses, semidioses, mortales y perversiones.
El imperio de Zeus fue un largo período de lascivias y salvajismos. La incertidumbre de una violación, de un sacrilegio, de un desafío o de una venganza acechaba a cada gesto – ahí están los casos de Acteón, o de Aracne -. Por este motivo se explica que los cortesanos del Olimpo fueran extinguiéndose entre gonorreas, sífilis y arrebatos. Cada vez quedaban menos seres con vida en aquel laberinto de instintos y los objetos que fueron hermosos envejecían olvidados en medio del polvo. Ni siquiera el palacio de Zeus se salvó del abandono. Sus paredes se abotagaron y se curvaron poco a poco. Un aire hediondo se agarró al interior de los salones y manojos de ortigas y de cardos borriqueros reventaban las losas del piso por el lugar más insospechado. Los tapices y relieves ornamentales habían perdido primero el brillo, y luego las aventuras que inmortalizaban. Incluso la capa dorada del rayo del Emperador fue carcomida y trocada por una mugre resbaladiza. Llegó el día en que el palacio abandonado se redujo a selva de telas de araña y desolación. Zeus, solo, tumbado en un camastro en su dormitorio, con los ojos febriles, ensoñadores, esperaba la muerte. La esperó durante años.
Una mañana apareció por la puerta de su alcoba una divinidad con la cara resplandeciente. Se le acercó en silencio y tomó con cuidado una de sus manos frías.
-¿Cómo es que tú no has muerto?- preguntó el agonizante Zeus con timbre de alucinamiento- ¿Cómo has logrado sobrevivir a la barbarie de mi imperio?
Sin embargo, el visitante permaneció callado y sonriente.
- Creo que nunca antes te había visto- continuó Zeus -. Me intriga el resplandor compasivo que tienes en las pupilas. ¿Por qué me contemplas de ese modo tan doloroso? ¿Acaso has venido a mi lecho de muerte para burlarte de mi decrepitud? ¿No es cierto? ¿No es eso lo que pretendes? ¿No has venido para reírte de mí?- insistió.
- No he venido a tu palacio para burlarme de ti, Zeus. He venido a reclamar la hora de mi reino- contestó la divinidad.
- También mi padre reclamó su reino- dijo Zeus -. Y yo reclamé mi reino. Ahora tú reclamas tu reino. Pero todos los reinos son el mismo. Por eso vendrá el momento en que tú debas abandonar igualmente el trono. Así fue y será. Siempre- asintió.
Luego de estas palabras se quedó muerto, con una mirada inservible. El visitante le cerró los párpados con un movimiento suave de la mano y la oscuridad empezó a tragarse la luz.
Tras la muerte de Zeus, al principio, los tiempos permanecieron inmóviles y callados, muy inmóviles y muy callados, si me permites la inutilidad adverbial, porque sólo sobrevivía un Ser que estaba durmiendo entre colchones de negrura. Después de varias eternidades se despertó, o tal vez se despertara aun antes de haberse dormido, y cuando acabó de desperezarse recompuso los cimientos del Universo. Y en el ataque de arrogancia supina que experimentan los artistas pronunció: ”¡Hágase la luz!” Y la luz se hizo para que aquel Ser contemplara su obra. Esta es la verdad acerca del Cielo.



Y cuando alguien le grita al hijo del Buda: ¡Eh, loco, cuéntame ahora la historia del hombre!, él responde lo siguiente:

- Está bien, escucha. Al principio la Tierra era escachada y rugosa como una torta de almendras recién cocida en el horno. Tenía la superficie granulada con una varicela de volcanes que estiraban sus volutas incendiadas hacia el cielo cobrizo y las opacas galaxias. Las aguas cuajadas de las ciénagas y de los pantanos rebullían formando unas pompas ásperas, sucias y pestilentes, y la malva echaba sus raíces incluso en las tripas apretadas de las piedras. Por los bosques, flacos y agotados, más páramo y secos lomazos que misterio insondable, se tambaleaban exhaustos, agonizantes, moribundos, con las escamas como de gelatina resbalándoles por el cuello, unos monstruos llamados malthusaurios. Estas bestias, pródigas de su comida, se derrumbaban con una suerte de punzada de arrepentimiento tardío en la conciencia. Si volviéramos para atrás guardaríamos para mañana, nos parece que susurran. Pero la nostalgia reflejada en aquellos semblantes responde a un mero espejismo interpretativo, ya que la cortedad de su entendimiento no les hubiera permitido obrar de otro modo. Los malthusaurios nunca hubieran apreciado su error; nunca hubieran evolucionado. Por eso se extinguían. Caían al suelo respirando con el hocico entreabierto y de vez en cuando, desesperadamente, boqueaban y se agitaban igual que los peces fuera del agua. Algunos cuervos empezaban a merodearles con desconfianza. Los pajarracos lanzaban guiños de conspiración al corro de los buitres y estrechaban paulatinamente el cerco a los ojos extinguidos. Finalmente morían los malthusaurios y los cuervos se precipitaban a sacarles los ojos y los buitres a relamerles la osamenta.
También había en la Tierra unas charcas parduscas donde se revolcaban unos puercos andróginos, y cavernas guardadas por canes de tres dentaduras espumajosas, y bandadas de unicornios surcando el lívido cielo, y recuas de mulas policromadas, y tilos de savia pensante, y alacranes enormes y ariscos, y en lo alto de una serranía, descollante, una fortaleza con los muros tallados en negro pedrazo donde moraban, rigiéndose por comunismo, las Erinias, las Harpías, las Grayas y las Moiras. Y por encima de aquella angostura, constantemente, pendían unas nubes de metal rancio.
El hombre aun no existía, sino que estaba metido dentro de una piel de mono. El mono era el animal más curioso e inteligente de toda la fauna terrestre y a veces, traspasando las montañas enriscadas de los límites de la Tierra, las chumberas y las zarzas enmarañadas de los límites de la Tierra, el oleaje farragoso de los límites de la Tierra, se colgaba de los bordes. Pero el mono no podía mirar hacia abajo porque le entraba el vértigo de la desolación y se quedaba ciego, o loco, o la muerte se apoderaba de su vientre. ¡Pobre mono! ¡Qué estrecha y sofocante se mostraba la Tierra para calmar el frenesí de sus curiosidades! No obstante, un día que andaba el mono entretenido en sus juegos funambulescos, Dios sintió lástima del homínido, o miedo de que en un descuido lo devastase la garganta de la inexistencia, de modo que cambió a la Tierra su arquitectura de torta de almendras y la hizo redonda como un huevo. Ahora podrás realizar tus sueños, mono querido, pensaba Dios. Ahora tienes la infinitud de la redondez para divertir tus desafíos.
Y sabiéndole todavía a poco la inmensidad del pecho de la Tierra, magnificó la virtud de aquella mutación amañando en el vacío colindante un espacio atiborrado de estrellas, de otros mundos redondos y de una negrura sugerente. He aquí mis dones, mono querido, dijo Dios.
El mono se quedó embobado con estos milagros súbitos de la naturaleza que con tanto beneficio potenciaban los anhelos de su curiosidad, pero mayor fue su sorpresa al comprobar que le habían nacido unas piernas larguísimas para los caminos, una espalda vertical como las espaldas de las evocaciones, unas manos diligentes y nervudas para la construcción de lo que sus nuevos ojos profundos cavilaban, y que su piel curtida se había mudado por otra más suave y delicada. Se estiró muy despacio, oyendo cómo le crujían las articulaciones, y después de examinar su transfiguración se dio cuenta de que se había convertido en un hombre.
El hombre experimentó el pavor gélido y desconcertante de los alumbrados; por eso sus primeros pasos eran cortos y sus pisadas leves y premeditadas. A cada intento creía resbalarse entre las blandas ondas del suelo, que sus rodillas temblequeantes no aguantarían el peso de ese cuerpo desproporcionado. A manera de ensayo gateaba hacia la ladera de algún tronco enramado y se retrepaba con las uñas para conseguir una bamboleante verticalidad. Se cayó muchas veces, pero siempre se levantaba, y finalmente, gracias a la obstinación de sus nalgas, aprendió el arte de andar. Y anduvo.
Aquel hombre salido del mono que aprendió el arte de andar se esparció por todos los rincones de la Tierra y se sorprendió con cada detalle del entorno. Sólo los ignorantes y los recién nacidos extrañan lo cotidiano. ¿Qué son el agua, la arena, la luz, o una rosa, sino inexplicables composiciones para una recién nacido? ¿Qué son los quarks, las sinapsis o la actio libera in causa para un profano de las correspondientes ciencias? ¿Cuántos enigmas encierran los colores del arco iris para un ciego? El hombre tuvo que aprender a fuerza de la costumbre que las piedras son sólo piedras, que el viento es sólo viento, que las estrellas son sólo estrellas. El hombre salido del mono perdió la virtud de asombrarse y comenzó a desarrollarse de diferentes maneras: unos se volvieron altos y delgados, otros pequeños y con el tórax rectangular; unos lucían melenas hirsutas por encima del cráneo, o cultivaban una barba frondosa, y otros no lograban más de cuatro o cinco pelos lastimosos a lo largo y ancho de la cabeza entera; unos tenían la frente libre y bruñida y otros la tenían estrecha y acorralada; unos tenían los hombros huesudos y otros redondos y fofos; unos tenían los miembros menudos y quebradizos y los otros de una firmeza inquebrantable. Había narices recatadas, y narices gongorinas, y narices indiferentes; y orejas elefantescas, y orejas de ratón, y de siete centímetros; y bocas de labios carnosos y enjugados, y bocas sin labios. La piel de unos se tiño de negro opaco y la de otros de anaranjado, de un amarillento gualdo, de rojo lodazal, de verdeoliva, o se decoloró hacia un blanco lechoso. Los hombres que se veían semejanzas en los rasgos se agrupaban, llamándose tribus. Cada tribu componía su propio idioma, su himno, su estandarte, su ciudad, y señalaba a los miembros de las demás tribus y los denominaba extranjeros. Después se fueron descubriendo las necesidades, los ocios y las sospechas, y se inventaron millones de utensilios para su satisfacción: los arados, los molinos, los hornos, los ladrillos, el enfoscado, las yuntas, el astrolabio, los sombreros y los zapatos, las monedas, el Digesto, los templos, el caballete y el pincel, las bicicletas, los circos, la imprenta, los televisores, los mojones, los vallados, las espadas, los grilletes, los fusiles de asalto, las alarmas antirrobo... Las tribus se convirtieron, gracias a estos inventos, en civilizaciones que se turnaban en la cúspide recta de las infinitas ruedas de la Fortuna, y a cada giro inapreciable que las destronaba se paraban a reflexionar. Pero nunca hallaban los motivos para su desgracia, o los olvidaban para el ciclo siguiente que las encumbraba de nuevo. Por eso, concentrándose en la herejía de los monótonos para cultivar una nueva teoría con innovaciones sobresalientes a la apostasía inicial, proclamaron que la Historia es circular y tiende a repetirse. <<>>, afirmaba Tomás de Toledo en 1632. En el fondo sólo trataban de excusar su torpeza con el argumento de la tragedia: el determinismo. De esta manera quedaban sujetos a la eterna repetición. Surgimiento, esplendor, crisis, decadencia, resurgimiento, reesplendor, recrisis, redecadencia, requetesurgimiento, requeteesplendor, requetecrisis, requetedecadencia... Siempre lo mismo, afirmaban. Siempre la inevitable repetición, independiente de que el hombre aprenda lento pero olvide a borbotones, porque el hombre no tiene la culpa, no Señor, porque el hombre se limita a seguir lo que está decretado que siga. Siempre igual, siempre avanzando y regresando por las sílabas del tiempo, como el tapiz sempiterno de la fiel Penélope. Reiterándose como la rutina de la Parcas. El pasado será inevitable. Click-clack, click-clack, click-clack, click-clack, dicen los engranajes de la rueda mientras se agotan los ordinales de los acontecimientos históricos. No podemos luchar contra lo inevitable, como Edipo, como Andrómaca, como Adán, como Cristo, como Colón, como Scott, como Hitler. Así será per saecula saeculorum. Y así fue y será el hombre, un paso adelante y un paso atrás, estancado irremediablemente, y sin culpa, en la evolución desde que el sabio Linneo mondó un primate y debajo de su piel, entre las costillas, encontró un homo sapiens agazapado. Esta es la verdad acerca del hombre.



Por eso no estoy seguro de que el hijo del Buda sea el loco de Villa Oruga.

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