sábado, 9 de mayo de 2009

EL HOMBRE DEL BARRANCO

EL HOMBRE DEL BARRANCO






Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies.

El buitre, Franz Kafka.





Emilio Lara Gómez estaba colgado en un barranco desde hacía varias horas. No me preguntéis cómo había llegado hasta allí. Tal vez se hubiera patinado al asomarse en el borde para curiosear- no es infrecuente que una persona mire desde el borde de un abismo. Aunque puede ser que se hubiera descolgado para cortar un diente de león o una amapola y ahora no podía subir. La cuestión es que estaba agarrado a una mata fuertemente, con ambas manos, y que su preocupación aumentaba con el paso de cada minuto. Para colmo de su desgracia un revoltijo de nubarrones, volutas de humo y vetas sanguinolentas comenzaba a conquistar el azul tibio del cielo de aquellos campos. La masa abigarrada salía de la cara posterior de las montañas más altas y se iba esparciendo por la bóveda celeste paulatinamente. El arrojo del azul, fatigado, frustrado, masacrado, cedía su ímpetu claro poco a poco ante el triunfo irrefutable de la aleación de sombras. Un viento áspero y polvoriento empezaba a rodar por las paredes del barranco arrancando briznas de herbajo y tierra menuda, y los pájaros que merodeaban por aquel lugar iban descendiendo su vuelo. ¡Vaya! Los pájaros prevén las tormentas, igual que algunos reumáticos y que algunos juanetudos. Aletean de aquí para allá, con el vuelo raso, buscando entre los matorrales y las piedras algún boquete donde guarecerse. No había que ser un lince, al fin y al cabo, para comprender la premonición de los pájaros. Bastaba con mirar la capota turbulenta del cielo. Así que era indudable que una tormenta se estaba formando. Llegaba una tormenta y encima, para mayor desventura, la noche.
Definitivamente, Emilio Lara Gómez tenía un día completo, como suele decirse. Primero se coloca vaya usted a saber cómo en esa situación ridícula, porque a ver quién puede negar que quedarse colgado de una mata en un barranco no resulta ridículo. Y luego empieza a anochecer, y se siente la llegada de una tormenta. Y ahora le pasaba eso, lo de las piernas. ¡Es lo único que le faltaba! ¡Se le estaban quedando dormidas! Un prurito como de puntillas y aguijones le perturbaba la circulación de la sangre y tenía que golpear violentamente las rodillas contra las rocas para convencerse de que esos colgajos fláccidos seguían siendo dos de sus extremidades. Sacaba la cadera hacia fuera y después la dejaba caer contra la pared con todo el peso del cuerpo y las articulaciones levemente adelantadas. Los topetazos eran dolorosos y le desentumecían los miembros durante unos instantes, pero al cabo de diez o quince segundos regresaba el cosquilleo y las piernas se amodorraban de nuevo. Aunque bien mirado, ni el anochecer, ni la incipiente tormenta, ni siquiera la somnolencia de sus piernas, eran lo peor de todo. Había otras cosas más inquietantes, por ejemplo la tensión de sus brazos. ¡Caramba, de aquello dependía su existencia! Los brazos temblaban y temblaban a causa del esfuerzo continuado, y las espinas de la mata a la que estaba asido se le clavaban con impertinencia entre las uñas, y en las palmas de las manos, y en las muñecas. ¡Cuánto sufrimiento! Sin embargo, si lo contemplamos detenidamente, el dolor no es una perspectiva tan importante como la muerte. La muerte sí que es insoportable. La muerte sí que es un padecimiento definitivo. Emilio Lara Gómez sabía que sus brazos atormentados soportarían cualquier fatiga antes que rendirse. Sufrirían una tortura inimaginable antes que permitir que el cuerpo cayera desde una altura de treinta o cuarenta metros. Sus brazos formaban una parte de él, y él entero rezumaba instinto de supervivencia. Aunque estuviese colgado por las orejas podría sentirse seguro. El escozor de los arañazos, el dolor agudo de las punzadas, o el ardor provocado por la tensión de los músculos, sólo eran males menores en comparación con la muerte. Lo trascendental era seguir vivo. Así que sus brazos tenían que aguantar. Pero ¿ quién le aseguraba que la mata no iba a soltar sus raíces? A ella le importaba un comino desprenderse y caer al fondo del barranco, porque las plantas, que se sepa, no tienen instinto de supervivencia. ¿O sí lo tienen? ¡Quién le hubiera dicho a Emilio Lara Gómez que a estas alturas de su vida, y nunca mejor dicho, iba a depender de semejante cuestión botánica!

- Muy bien, hija de puta, si te sueltas te arrastro conmigo al fondo del barranco- amenazó a la planta por si acaso. Nunca sobra una amenaza cuando se trata de decantar las probabilidades. Si esa mata tenía instinto de supervivencia y andaba barruntando alguna triquiñuela en su contra, ya sabía lo que le esperaba.

- Chsss, Chsss, oiga- se escuchó entonces arriba.

Emilio Lara Gómez levantó la cabeza y vio recortado en lo alto del barranco el rostro de una mujer con gafas. Era un rostro cansado, ahíto, surcado de arrugas, feo. Al inclinarse hacia abajo los anteojos le resbalaban hacia la punta de la nariz, y la mujer tenía que realizar con la cabeza unos esfuerzos espasmódicos por volverlos a su lugar.
- Disculpe... –murmuró con un tono entrecortado. Emilio Lara Gómez se fijó entonces en que la mujer llevaba la cara completamente roja. Seguramente le daba vergüenza violar aquella intimidad ridícula. – No quisiera entrometerme, pero es que se me ha ocurrido... bueno... tal vez quisiera... tal vez necesitara usted alguna cosa...
- Me sorprende verla por aquí- dijo él.
- He venido a coger chumbos.- explicó la mujer haciendo un gesto con las manos. Las asomó por el borde del barranco para mostrar dos bolsas llenas de frutos.- Por aquí hay unas chumberas increíbles, y dan los chumbos más jugosos que he probado nunca. Ya me iba para casa, para que no me coja la tormenta, y entonces le he visto a usted ahí colgado... quiero decir que le he visto por casualidad... sin querer.
- Para serle franco- dijo Emilio Lara Gómez en un tono suave que intentaba restar el azoramiento de la mujer- no me vendría mal si me ayudara a subir.
-¿En serio?- respondió ella jubilosa.- Me encantaría... pero ¿cómo?
- Tal vez podría tenderme una mano. No hay mucha distancia.
-¡Claro!- exclamó la mujer muy sonriente. A continuación dibujó un gesto de tristeza con la boca. Las gafas resbalaron una vez más por el precipicio de su nariz. La mujer parecía a punto de llorar.
-¡Qué lastima!- dijo.- No puedo porque tengo las manos ocupadas.
-¿Y no podría dejar las bolsas a un lado unos instantes?- insinuó egoístamente, aunque bien conocía la respuesta. La mujer le observó igual que si viera a un niño ingenuo.
- Entonces podría venir alguien y me robaría mis deliciosos chumbos. El otro día, sin ir más lejos, le robaron a un hombre tres sacos de almendras que tenía a la vera del camino. Se fue a por la mula para cargarlos y cuando volvió ya no estaban. Ya ve, toda la mañana el pobre hombre al sol para nada.
- Sí, es cierto, en estos días no se puede fiar uno de nadie- reconoció con resignación.
El viento se hizo más crudo y Emilio tuvo que cerrar los ojos unos instantes para que no se le metieran las brozas revueltas. Del cielo empezaron a caer algunos goterones calientes.
- Me tengo que ir para el pueblo antes de que arrecie. Si quiere que le lleve algún recado...
Emilio se acordó unos instantes de su mujer. Es que pareces un inútil, le diría. Siempre andas metiéndote en líos.
- No, no importa. Gracias de todos modos.
- Adiós entonces- dijo la mujer. Y desapareció de lo alto del barranco.

Al cabo de unos minutos comenzó a llover con fuerza. La oscuridad era ya casi absoluta, y las piernas de Emilio otra vez estaban dormidas. Además, los brazos le temblaban más que nunca. Pero Emilio Lara Gómez sabía que su cuerpo aguantaría cualquier presión antes de soltarse.

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